la tribuna

José Joaquín Castellón

Secularismo y pecados capitales

DURANTE la época de la dictadura, la Iglesia española se acostumbró a tener un apoyo del Estado en la tarea del adoctrinamiento y de la moralización de la sociedad. Apoyo que le ha pasado dos facturas muy altas. La primera es la de haber sido la institución que dio cobertura ideológica a un régimen que negaba las libertades del pueblo; ciertamente muchos sacerdotes, religiosos y laicos cristianos sufrieron la represión franquista por su apoyo directo a los movimientos que luchaban por el cambio político, pero su postura no era ni apoyada, ni alentada por el conjunto de la Iglesia, ni del Episcopado. Quizás eso explica, en parte, la beligerancia del laicismo contra todo símbolo religioso, y la saña visceral de algunos medios ante cualquier problema eclesial. La segunda, y más importante, ha sido la de configurar un cuerpo eclesial con muy poca preocupación apostólica y acomodado en una pastoral de conservación más que de evangelización.

Que la práctica religiosa, significativa y real, está decayendo en España no es ninguna novedad. Disminuyen los bautismos, poco más de la mitad de los niños hace la primera comunión, se confirman un porcentaje bajísimo de jóvenes y el sano ejercicio de fe de participar en la eucaristía los domingos lo asume un escaso 5% de los mismos. Además la valoración de la Iglesia en medios de comunicación y en la sociedad es mala casi sin matices.

Desde 1978 han pasado 33 años, y esta situación no ha sobrevenido abrupta e inesperadamente como una maldición. La línea pastoral que, desde la Iglesia, hemos implementando en estos treinta años tiene una responsabilidad importante en este problema. Si la situación fue difícil, hemos tenido más de 30 años para asumirla y convertir el reto en posibilidad. Pero no lo hemos hecho, por lo menos hasta ahora. Por amor a la Iglesia y por fidelidad a la misión hemos de reconocer nuestros errores. Permítanme resumirlos en 6 "pecados" pastorales.

1º Parte de la Iglesia, la más cercana a movimientos de transformación social, hemos caído muchas veces en un hipercriticismo hacia la propia Iglesia, y en una minusvaloración de la dimensión de trascendencia de la fe. Hemos abandonado la evangelización explícita por cobardía o falta de lucidez creyente. A veces se ha caído en una ideologización inmanentista de la fe.

2º Desde las más altas instancias eclesiales, la relación con la sociedad ha pecado de preocuparse más de defender los derechos adquiridos de la institución eclesial que de defender a los más pobres. La Iglesia ha hablado más de la clase de religión que del paro y la marginación en los barrios.

3º Sectores influyentes de la Iglesia se han encargado de laminar todo pluralismo teológico y pastoral. En determinadas diócesis se ha prohibido la venta de libros que los dicasterios romanos, después de analizarlos frase por frase, han acabado por no encontrar en ellos ninguna afirmación contra el dogma o la moral. Y a otros se les ha encontrado alguna opinión a corregir tan sutil y especializada que pocos alcanzan a entender el penoso proceso al que se ha sometido a sus autores. A veces se ha caído en una ideologización tradicionalista de la fe.

4º No hemos incidido suficientemente en una formación auténticamente laical de las comunidades parroquiales y de los movimientos eclesiales. La formación ha sido escasa, y cuando se ha centrado en ejercicios de piedad, profundización espiritual y moral personal, pero no de diálogo con una cultura y una sociedad cambiante y en evolución. Los laicos no han asumido el protagonismo necesario en el debate cultural.

5º Hemos presentado constantemente una moral cristiana centrada en normas y prohibiciones, en vez de una moral que abre exigencias de plenitud humana en el horizonte de un amor integral y comprometido.

6º Hemos diluido el talante apostólico y expresamente evangelizador de la fe. En una Iglesia clericalizada parece que sólo lo sacramental es lo verdaderamente importante y necesario.

Podemos negar la realidad, pero eso no soluciona los problemas. Además, si pensamos que haciendo lo que hasta ahora, aunque un poco mejor, cambiará esta situación, nos equivocamos. Sólo reconociendo estos errores podremos ser una Iglesia fermento de humanidad y trascendencia en medio de nuestro pueblo. Por amor a la Iglesia no debemos conformarnos con los errores que obstaculizan que más personas se abran a la persona de Jesucristo. La Iglesia ha de ser signo humilde y eficaz del amor de Dios al mundo.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios