E L día que me enteré a la perfección de qué significa en su más amplio término la palabra seguro -además de cómo funcionan buena parte de estas compañías y sobre todo de cómo nos timan de la forma más descarada- tuve la suerte de que me cogió tomándome una cervecita en una terraza. No fui víctima, pero la verdad es que me sentí igual de insultado. Estaba allí cuando, de repente, nos saludo una amiga, procuradora de profesión, que se disponía a adentrarse en una oficina de seguros con una orden de embargo. Lo primero que nos llamó la atención es que marchaba acompañada de dos agentes del orden y de otros dos tipos que, maletines en mano, eran funcionarios judiciales. Lo primero que hice en cuanto la vi fue hacerle esa pregunta tan abierta como necia que suele sonar más o menos así: "¿Pasa algo?", cuando es evidente que mi amiga la procuradora no suele pasearse acompañada de policías así como así. "No, nada, que venimos a embargar a una compañía de seguros porque no le paga lo que le debe a un cliente". Para mi sorpresa -sobre todo por haber vivido debido a mi trabajo más de un embargo- bajaron enseguida. Los agentes y los profesionales judiciales llevaban el cheque que, nada más entrar, el director de la sucursal les entregó. Vino a dar su brazo a torcer cuando no tuvo más remedio. Ante esta tesitura, e imagino que también debido a mi cara de asombro, ella se apresuró a explicar que "esto es más habitual de lo que parece, se resisten hasta que no tienen más remedio que aflojar la cartera". Lo peor de todo ello es que este comportamiento tan ruin y canalla lleva todo el camino de convertirse en una especie de derecho de las aseguradoras: negar por norma la indemnización a sus clientes, con la no menos rastrera esperanza de que el asegurado se aburra y desista de sus derechos por el camino.

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