cuchillo sin filo

Francisco Correal

Señor, ten piedad

SI las musas se olvidan de ti, abre la ventana y asómate a la calle. Así lo hice el Miércoles Santo. Divisaba una grey abigarrada, un cortejo heterogéneo perfectamente ensamblado: músicos, costaleros, guardias civiles con tricornio, muchos niños en brazos de sus padres a ambos lados y dos filas interminables de nazarenos. La hermandad del Baratillo avanzaba con paso firme en su estación penitencial. El espectáculo, sin embargo, lo tenía justo enfrente. Tres jóvenes, dos chicos y una chica, aguardaban el paso de la cofradía. En su terraza habían colocado un curioso altar: una botella de ginebra, otra de ron, refrescos de litro y un cubo con botellines de cerveza.

La chica hacía fotos con el móvil y sus amigos comentaban la jugada a la vez que iniciaban la liturgia de los botellines. Nadie le hace ascos a una cerveza helada. Tengo sed de alcantarilla y de cerveza fresquita, escribió el gran Carlos Edmundo de Ory. Ni a un cubata con guarnición de almendras. No es muy edificante participar en una manifestación de estas características (la Semana Santa es el teatro más democrático: no hay actores y espectadores) en la que hay gente que camina descalzo, que llevan el peso de la cruz como nuevos Cirineos, que se echan sobre sus hombros el tonelaje de las imágenes, que están en la calle muchas horas sin ingerir bebida ni alimento, mientras desde esta platea de niños pera se contempla la escena con un botellín en una mano y un pitillo en la otra. Como si la Pasión de Jesucristo fuera la isla de Man y la Semana Santa el festival de Benicasim.

Allí estaba el altarcito del pertrecho etílico, el belén de borrachería mientras por la calle pasaba la Piedad del Baratillo: la madre con el hijo muerto en sus brazos con un realismo sobrecogedor. Mucho más real que esos espectros juveniles que no debieron hacer la mili ni la Transición pero que eran perfectos figurantes para lo que el pasaje evangélico de la humillación del Señor llama la chusma. A la representación del dolor respondían con esta dolorosa representación de la indiferencia, aunque luego contarían que vieron pasar el Baratillo y a fe que nadie en la calle lo vio mejor que ellos. La antropometría del martirio, las proporciones de ese nazareno yacente hacía más lacerante la estampa del balcón. Uno imaginaba que además de vinagre, en el Gólgota le dieron a beber ron y ginebra de garrafón. Es como comprarse una bolsa de pipas para asistir a una ejecución. El Baratillo comparte capilla con la plaza de toros y es la hermandad de los toreros, gremio que todos los años celebra una misa por el eterno descanso de los diestros que hicieron el paseíllo postrero. Asistí a la última misa, que coincidió con el funeral de Diego Puerta. Allí estaban, serios, solemnes, matadores como Curro Romero o El Cid. Era el contrapunto de esta apoteosis de la vulgaridad del palco del balcón. La cultura y la estética son horizontes muy nobles, pero reducir a eso la pasión y muerte de Jesucristo tiene los riesgos de esa banalización. Ese voyeurismo que iguala el dolor tremendo de una madre con unas majorettes o una parada circense. Antes un blasfemo, un pecador a la antigua usanza que este cáliz impúdico de la cebada y el gin.

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