Frente a lo que sostienen los apologistas de la modernidad digital, audaces campeones del progreso que a veces recuerdan a los temerarios aprendices de brujo, la acelerada transformación asociada a las nuevas tecnologías no sólo tiene efectos benéficos en varios e importantes órdenes de la vida social y laboral, sino también consecuencias menos gratas que padecen de modo especialmente acusado quienes tienen menos recursos. Siempre que se habla de la resistencia a los cambios, hay quien recuerda que es inútil oponerse a los avances objetivos, como habrían demostrado la rebelión ludita, los trenes que jubilaron a los conductores de diligencias o el vídeo que mató a la estrella de la radio, pero no puede negarse que la gran era de la innovación, en la que todo está cambiando todo el tiempo, suma a sus pregonadas bondades un número no desdeñable de daños colaterales. No hay parcela del poder político o económico que no celebre los asombrosos logros contemporáneos, aunque algunos de ellos -pensemos por ejemplo en la automatización que dejará sin empleo a millones de trabajadores con escasas posibilidades de reciclarse- son cuando menos inquietantes y cabe preguntarse si de verdad mejorarán, de acuerdo con la expresión publicitaria, la vida de las personas. Tanta unanimidad resulta sospechosa y demasiado bien sabemos, dejando aparte el incierto destino de esos millones de desempleados, que el ahorro de costes no conlleva necesariamente un aumento de la calidad de los productos. Si hablamos no de productos, sino de servicios básicos como los que ofrecen los bancos o las empresas de energía y comunicaciones, que ya no quieren ver a sus clientes ni en pintura, o incluso las propias administraciones públicas, que en un alarde de adaptación han conseguido descargar las tareas en los administrados sin prescindir de la legión de funcionarios, el resultado es una situación claramente peor en la que la burocracia, ahora virtual o telemática, se ha vuelto cada vez más alambicada e inextricable. Si ni siquiera los usuarios más o menos formados y relativamente jóvenes son capaces de resolver trámites de una complejidad que excluye a quienes no tienen una familiaridad considerable con las herramientas tecnológicas, angustia pensar cómo se las arreglarán quienes por edad o falta de conocimientos tengan poca o ninguna facilidad para valerse por sí mismos. Pero no es difícil imaginarlo. Los menos hábiles tendrán ahora que pagar a terceros para que se ocupen de lo que antes podían hacer sin mayores problemas, con la inestimable ayuda de todos esos trabajadores -puede que no tardemos en echarlos de menos- a los que se va a despedir por innecesarios.

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