Animadas por una columna escrita por mí donde expresaba mi deseo de espacios abiertos y templados para defenderme de los días más fríos del invierno, a los que tanto temo y que tanto influyen para mal en mi ánimo, las marquesas han organizado una comida en el campo. En un campo civilizado, romano, bien cultivado, con la gama de verdes incontables que las últimas lluvias han tejido en los olivos viejísimos y en las tierras recién sembradas. Digo "tejido" porque a cierta distancia parecen ricos terciopelos verdes dejados caer con cuidado en laderas y lomas y adaptados por su peso y riqueza a las formas del terreno. Las encinas, de un verde más oscuro, que sirven de linde a los sembrados, parecían la labor de terminación y afianzamiento del tejido de las alfombras. Antes de comer propusieron una subida a la Sierra de las Cabras y tomar allí el aperitivo mientras contemplábamos un paisaje extensísimo y admirable.

En los todoterreno de los labradores pasamos del campo civilizado al prerromano. Por caminos prehistóricos, abriendo los portillos de las alambradas, sorteando pedregales y tramos de barro, trepamos a la cresta de la sierra. La vista era, en verdad, espléndida y la sensación de plenitud que se alcanza en un paraje así es de libertad y retiro, de abandono momentáneo de los problemas y las preocupaciones que nos abruman. Me acordé, sin embargo, de que las marquesas y los poetas deben tener prevención con las cabras. Aunque Pablo García Baena asegura que el agua mejor para los poetas es Solan de Cabras y el pueblo donde vivir una temporada de reposo es Cabra del Santo Cristo, Julio Aumente, por el contrario no recomienda que a los poetas, ni a las marquesas, se les hagan trasplantes con órganos de cabra, porque sería aumentar la tendencia a tirar al monte de unos y otras.

Se hicieron reflexiones allá arriba, como siempre que nos encontramos ante una grandiosidad que sobrecoge, como bajo la noche estrellada en la oscuridad. Eran las horas centrales del día, y el sol, todavía bajo en el horizonte, ponía luz verdosa hasta en las sombras, hasta en los pantanos azulados y los pueblos de cal. José Pla escribe que los pensamientos que nos asaltan ante las inmensidades dan filosofía de baratillo. Creo que es cierto, pero no del todo: lo más simple inexplicable da un pensamiento espiritual y humano. Salió, en aquella cresta, cómo no, el cambio climático; aparecieron los primeros habitantes, si los hubo, de aquel territorio agreste. La conversación viva continuó en el llano civilizado y romano durante la comida, y, de pronto, se mencionó a Dios, como a un conocido de toda la vida. El sol, símbolo divino, traspuso las lomas de poniente y un aire frío nos advirtió de la indefensión humana.

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