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La esquina

José Aguilar

Silencio... se come

CADA vez que surge algo novedoso en Estados Unidos, que marca tendencia y colecciona seguidores aunque acabe siendo una moda de temporada, me pregunto lo mismo: ¿cuánto tardará en llegar aquí y en imponerse como hábito propio? Da lo mismo que la cosa vaya de comida, bebida, vestimenta, ocio, espectáculo, arte o pautas culturales? Siempre llega y siempre se impone. Esto sí que es imperialismo.

Permanezcamos atentos a la pantalla porque en Nueva York -la meca de tantas cosas-, y concretamente en Brooklyn, está arrasando un restaurante de comida ecológica, blancas paredes, mesas y bancos de madera, utensilios artesanales y cuencos de cerámica. Todo muy natural, sano y verde. Pero no es eso lo que atrae a las masas de modernos neoyorquinos, tanto los esnobs como los meramente curiosos y experimentalistas. Restaurantes vegetarianos hay un montón. Lo que ha hecho triunfar a Eat Greenpoint -¡anda que también se han calentado los cascos buscando el nombre!- y poner a la gente en una lista de espera interminable es que se trata de un restaurante silencioso.

Pero no silencioso porque la clientela hable en voz baja o estén vetados los niños. Silencioso porque en su interior está prohibido hablar. O sea, absoluta y radicalmente silencioso. Allí se va a comer y nada más que a comer. A deglutir, saborear los platos, paladearlos y disfrutarlos, sin pronunciar una palabra. No hablan ni los camareros, que se entienden con los clientes por señas y valiéndose de un menú fijo que se señala con el dedo. El que vaya allí ya sabe que no puede hablar durante una hora. Por no poder, no puede ni protestar cuando le den la clavada (es decir, cuando le presenten la cuenta).

Esto se lo ha inventado un tío de 28 años, un chef llamado Nicolás, después de una experiencia mística en la India, y trata de reproducir el ambiente espiritual que rodea el acto de comer en los monasterios budistas. Incluso ha instaurado sesiones de yoga los primeros domingos de cada mes. Un restaurante así estaría aparentemente condenado al fracaso en España porque no hay nada más alejado de nuestra cultura que comer en compañía sin decir ni mú. Aquí le damos a lo que se come menos importancia que al hecho mismo de comer con otros para charlar, comentar, departir, hacer amigos y echar el rato.

Ahora, a pesar de todo, yo estoy deseando que esta moda llegue aquí. Por probar algo distinto. Y por paladear el silencio.

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