Ni el silencio de los corderos ni el de los monasterios. Ni el de los claustros de Santo Domingo, ni el de la Cartuja ni el de las monjas de clausura de los Chancilleres. El silencio de nuestras calles.. Es como una oda al contrapunto de una civilización construida en base a lo contrario que ahora no es capaz de vivir sin movidas, manifestaciones, ferias, jolgorios o griterío ensordecedor de ese que acaba con los tímpanos de cualquier mortal.

Ni el capitalismo, ni el comunismo, ni el yihadismo, ni el sionismo, ni siquiera las empresas multinacionales, ni los grandes lobbies del poder trabajando a destajo a la sombra para influir en las decisiones de los gobiernos se esperaban este nuevo escenario de desastre de todo tipo.

Casi nadie espera una solución inmediata, a no ser que el confinamiento estuviese previsto con anterioridad para romper la evolución de la especie. Ahora es cuando el silencio es el mejor de los sonidos que tenemos para que nuestras palabras se oigan dentro de nosotros.

Nunca hubiéramos sospechado que los silencios fuesen tan acompañantes. Nunca hubiéramos debido aprender cuánto de importante es vivir al ritmo de los silencios que nos rodean para aprovechar el tiempo. Y como el ying y el yang, como los polos iónicos que se atraen, como la luz y la oscuridad, los ruidos de ondas hertzianas acechan a modo de bofetón de realidad en aras de lograr remover los espíritus de todos los que de alguna manera están meciendo la cuna del confinamiento.

El ruido es ahora protagonista indirecto en los receptores cerebrales. El silencio no es sino el paradigma del amigo fiel que nos acompaña en las noches de tormenta y los días nublados en los que no sabemos cómo salir a flote. Nunca el silencio tuvo tanta importancia. Más ahora que es la única herramienta para pensar con cordura. Está dentro de cada uno de nosotros. Ojalá sea.

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