Síntomas

A las editoriales llegan cada día más manuscritos de corte ensayístico, polémicos, combativos, audaces

También la cultura tiene rastreadores de síntomas. En estos momentos, en ese sector, hay quienes indagan, hacen estadísticas y esperan encontrar algún indicio que permita, ante tantos desastres, recuperar algún motivo de ilusión. Y han puesto su esperanza en dos cuestiones que antes solo hubieran despertado interés en un gabinete sociológico. Por una parte, han observado que muchos nombres que habían ocupado un puesto en el debate público y contemplaban ya España desde una pasividad distante y acomodaticia, buscan de nuevo colaborar en la prensa, intervenir, recuperar sus tribunas, escribir libros, volver a opinar. Han sentido la antigua llamada del deber ciudadano, o bien se les ha despertado mala conciencia ante situación tan crítica. Hay gente, pues, que parecía apagada y empieza cautamente a movilizarse. De momento es solo un indicio, visible en las redacciones de los medios de comunicación, en las editoriales y en instituciones no gubernamentales. Ya se sabe que con intervenciones individuales de este tipo no se salva el mundo, pero revelan que cada día resulta más incómodo permanecer como simple espectador. Cuando, además, en los escenarios de la vida solo hay conflictos y los canales de casi todos los partidos políticos permanecen cerrados, a cal y canto, a la más mínima disidencia.

La otra cuestión, el otro síntoma nuevo tiene un significado en parte complementario con el anterior. Las editoriales cuentan que cada día les llegan más manuscritos de corte ensayístico, polémicos, combativos, audaces, con ganas de criticar e incidir de forma inmediata en el campo político y sociológico existente. Lo cual se corresponde con otro fenómeno, palpable en las librerías, que llevaba años sin producirse: el libro de ensayo actual está desplazando en parte a la novela en la demanda cotidiana. Es decir, los escaparates ya se atreven a exponer otros géneros literarios. El libro de reflexión de cien modestas páginas que solo aporta ideas, pero clarifica y anima a pensar, le está pidiendo un sitio (pequeño de momento) a la diversión garantizada por los miles de páginas de una novela de romanos. Por una vez, dadas las circunstancias, no sería mal síntoma que esos dos mundos se hicieran compatibles. Que unas novelas cuenten, con pelos y señales inventados, la desgraciada caída del imperio romano puede estar muy bien, pero parece llegada la hora del lector que no quiere permanecer crédulo y pasivo, y busca leer ese libro que le ayude a comprender qué motivó realmente la decadencia romana. Y que, como consecuencia, compare, reaccione y se movilice antes que los nuevos bárbaros llamen a su puerta.

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