Este país no tiene arreglo. Claro que, quizás, lo que no tiene arreglo es esta sociedad de absurdos, tonterías y poco juicio. Si en los últimos tiempos, las fiestas navideñas han ido decayendo en una manifiesta sucesión de acontecimientos prosaicos con el fin casi único de un consumismo desmadrado y una realidad social poco edificante -en la que las actuaciones presentan sus maneras y sus facciones más falsas- ahora nos encontramos con situaciones infinitamente más descabelladas. Es verdad que la última noche del año, tal como lleva tiempo concibiéndose, ha sido diseñada para que el personal festeje el nacimiento de un nuevo tiempo, dejando atrás, por unas horas, los muchos problemas que el resto del año ha proporcionado. Pero, además de esta saludable situación de espera feliz del cambio de calendario, se viene observando cómo nuestras televisiones -extraños y esquivos espejos donde gran parte de la sociedad se mira- ofrecen los últimos momentos de ese día tan espectacular tontas circunstancias que no hacen nada más que dar fe de hasta dónde llega la estulticia de muchos. No se comprende muy bien muchas de las formas que las cadenas televisivas adoptan para despedir el año. Se buscan a figuritas conocidas que, en la mayoría de los casos, sólo mueven al sonrojo. Ya no entro en la elección de las mismas ni el valor que ellas tienen para ser protagonistas -la mayoría son protagonistas de absolutamente nada-. Sí resulta un poco patético, por no decir bastante vergonzante, que una de esas cadenas sólo busque la atención del personal para acabar el año viejo y comenzar el nuevo en la poca ropa que luce la presentadora elegida. Si a eso le sumamos las estupideces dialécticas que nos ofrecieron los ilustres comunicadores de un diario programa vespertino, convertidos en voceros del nuevo año, podemos decir que las verdaderas campanadas son las que ofrecen las televisiones y sus absurdos representantes.

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