Los amigos me cuentan las impresionantes proposiciones que les hacen a su paso: solteras, casadas, divorciadas y hasta inesperados caballeros, que de todo hay. Me pasmo como un campesino que nunca hubiese visto el mar. Un pasmo limpio, porque no tengo la más leve envidia. Estoy conforme con mi poco tumbativo físico, que no ha sido óbice para que mi mujer accediera a casarse conmigo (tras los naturales titubeos), pero que me salvaguarda de esas proposiciones en las que no sé yo si podrían resistir mi apocado carácter, mi falta de costumbre, una caballerosidad antigua que no contempla la posibilidad de despedir jamás a una señorita con cajas destempladas y una fuerte debilidad por el sexo débil. Además, soy tan vanidoso que sería vanidoso.

Nos decían en el colegio que Dios no permite tentaciones que uno no pueda rechazar. No pide imposibles. Sabedor de mi constitución -la hizo- apenas me manda tentaciones. Y se lo agradezco en el alma, porque no tengo ninguna gana de caer en ninguna.

Ahora, a mitad de mi artículo, caigo, sin embargo, en que esta argumentación puede servir de coartada a los amigos y lectores más atractivos (no olvidemos que, según la Universidad de Salamanca, los más atractivos de España están en Cádiz) y que, cuando se les presenten esas ocasiones que les asaltan de continuo, pueden dejarse llevar, amparados en que yo lo haría, ay de mí, de tener esa suerte. Lejos de mí la complicidad, eh. Yo les aconsejo que no caigan y ellos, tan acostumbrados, seguro que ya han echado callo y podrán rechazarlas sin pestañear. Tampoco lo escribo por repescar piropos de consolación y que vengan esas dos o tres amigas que tengo a decirme: "Hombre, que no es para tanto". Lo aviso: estoy contento y esto no es un lamento, sino una celebración sin sombra de duda.

Pásmense, pues, conmigo de lo bien que lo tiene todo previsto la Providencia. A los mujeriegos platónicos nos da un atractivo muy justo: el justo para enamorar aristotélicamente a una mujer y ni un milímetro más, un sex-appeal monógamo, una sola bala romántica. Si a mis otras limitaciones (de talento literario, de eficacia profesional, de paciencia con el prójimo, etc.) no les veo tan nítido el sentido es porque entre mis limitaciones se cuenta también la miopía, pero lo tendrán: un sentido preciso. Como lo tendrían también las limitaciones del lector, en el caso improbable de que él las tuviera o tuviese.

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