Desde hace tiempo las cosas no son tan tangibles porque los humanos nos hemos empeñado en que así sean. Y desde que el verano se ha convertido en laboratorio de pruebas de todo tipo, más. Las catástrofes suelen llegar encadenadas, nunca solas y con un reguero de pólvora seca a punto de estallar. Por desgracia, parece que Génova se hunde, con lo que eso significa para la mayoría de personas que creen en que un buen puente o edificio debe construirse sobre una buena cimentación. Lo malo de ello, es que ni los propios constructores ni los que los manejan se dan cuenta de la importancia que tiene que las bases sean sólidas para crecer en consonancia. Además, los invernaderos de rosas acaban de hacerse un ere fortuito a expensas de un traslado manifiesto a los ancestros para instalarse en las marismas de Doñana. Nada que no se supiera, pero con ello, los pétalos ya no huelen igual ni tienen la prestancia que tenían. Es cuestión de decisiones empresariales que tergiversan desde las alturas para acabar con las ilusiones de miles de aficionados a los capullos de rosas. No por repetitivo. Sino por anacrónico y falto de estar a las alturas del siglo en el que se vive y de las expectativas creadas de renovación de los bancales de arbustos rosáceos. Por otra parte, andamos intentando encontrar las virtudes y ventajas de otros muchos tipos de propuestas que seguimos observando cuales espectadores de comedias de enredo y de vodeviles aterciopelados, que, si el tiempo no lo remedia, parecen abocadas a la desazón, el fracaso y al ridículo más espantoso. Tanto por exceso como defecto, y por falta de espectro lumínico donde anclarse, andan a la deriva, zozobrando a babor y estribor sin saber poner la proa en la línea adecuada y con timoneles de barcos que ni reconocen ostentar el Titulín. Catastróficas formas de tener el mal fario siendo veletas en un verano con demasiados sobresaltos de todo tipo. Reales pero irreconocibles.

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