Les parecería gracioso. Los chavales que han detenido en Sevilla por sembrar el pánico en la calle (simulando un ataque terrorista que, aun siendo de paripé, dejó más de cien heridos) podrían defenderse ante los tribunales apelando a su sentido del humor. Si esa disculpa fue la que esgrimió la célebre Cassandra (una joven que se aferra al humor negro para justificar sus continuas invitaciones a volarle la cabeza a ciertos políticos), ¿por qué estos chavales, después de aterrorizar al público que salió a ver procesiones, no recurren también a ese fundamento jurídico que parece ser el derecho a gastar bromas?

A cuenta de estos casos ha resurgido el debate sobre cuáles deberían ser los límites del humor. La pregunta se contesta sola: los límites del humor están en la gracia que haga algo. Y es que el problema no está en que alguien se divierta, sino en que ese alguien sea como Calígula y para pasarlo en grande tenga que asesinar a media familia.

Gracias a la censura sabemos que es difícil intervenir en asuntos humorísticos sin hacer el ridículo. Además, sería imposible ponerse de acuerdo, ya que hay personas que se mondan viendo escenas de batacazos por la tele y personas que preferimos un libro de Felipe Benítez para partirnos de risa. Durante mis años mozos, por ejemplo, estuvo de moda telefonear al instituto para decir que habían puesto una bomba, y se hacía como una gracia porque, ya ven, los caminos del humor no son menos liosos que los de la Providencia.

Cuando murió José Luis Coll, para señalar lo mal que casan la risa y las instituciones, bromeé sobre la posibilidad de crear un Ministerio del Humor que se encargara de estipular qué cosas deberían hacer gracia y cuáles no. Pero la sola idea de legislar sobre eso ya es de por sí cómica. ¿O habría algo más ridículo que un comité de expertos sometiendo a votación qué parodias deberían ponerse en cuarentena, o bajo qué circunstancias habría que permitir que se cuenten chistes de Lepe, de gitanos o de gangosos?

El concepto de humor es algo tan personal que en un momento dado a usted le encantan las películas de Cantinflas, cuando a mí me resultan estomagantes. Pero por lo menos entiendo que Cantinflas pueda llegar a hacer gracia, porque luego hay otros sujetos -como el presidente de Corea del Norte- que parecen divertirse amenazando con ataques nucleares. O como Donald Trump, que también salió gallito, cuando al mundo le vendría mejor que estos dos se divirtieran leyendo tebeos de Mortadelo.

Así que mejor será no legislar sobre las cosas que parecen divertidas a la gente, sino sobre las consecuencias de esas diversiones. A alguien que se divierte conduciendo por las autopistas en sentido contrario, prohibirle que lo haga como diversión sería poner puertas a ese campo de minas que llamamos humor. Por eso lo que suele hacer la ley es prohibirlo a secas. Como prohíbe sembrar el pánico simulando atentados terroristas. O prohíbe apedrear a los árbitros (al margen de que haya individuos a los que un linchamiento les resulte el colmo del despiporre.)

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