Aflor de piel el impacto, el miedo, la soledad, la impotencia de constatar que, sin razón ni excusa, hay seres de nuestra misma especie capaces de la máxima crueldad indiscriminada. No es este espacio para profundos análisis geopolíticos, ya tenemos demasiados expertos muchos sin el menor conocimiento, solo quiero compartir algunas reflexiones.

Impresiona especialmente, me parecen muy significativas, algunas declaraciones poco difundidas que recuerdan que los jovencísimos asesinos, por mucho que muchos y muchas traten de distanciarse desde el desprecio a sus orígenes o religión, han nacido, se han educado, vivían con completa normalidad en una ciudad catalana de 10 mil habitantes. Una educadora de Ripoll decía, "eran como todos, como mis hijos…" para preguntarse, triste y honestamente, "¿Qué estamos haciendo mal?.." o aquella otra vecina del pueblo que no duda en decir "¿Cómo ha pasado esto?. Eran "nanos" que se han criado aquí, niños buenos, estudiantes, trabajadores".

Dinamitar la convivencia es el efecto buscado por los promotores del terror, el dolor extremo nos fractura. Otros se alían, inventan agravios, mezclan miserablemente religión, democracia e inmigración. Los inmigrantes, todos terroristas, nos quitan el pan y la sal, provocan un gasto sanitario y educativo insostenible. Que se demuestre que es falso es igual, la razón se diluye y el odio al "diferente" se instaura. No es casual que se cuestionen a la vez, incluso desde algún púlpito, la actuación de instituciones democráticas, las ayudas sociales, el catalán o la falta de bolardos. Los quintacolumnistas del terror, conciudadanos que avalan la destrucción física o civil de otros seres humanos, son los que realmente deberían provocar miedo, la guerra de todos los fundamentalismos es contra la democracia.

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