CIERTO día recibí una carta historiada de un abogado de San Sebastián. En ella me daba noticia de que una parienta hasta entonces ignorada, se había acordado de mí en su testamento y me dejaba un legado. Tenía que pasarme por su despacho a recogerlo.

Llamé enseguida al número de teléfono que aparecía en el membrete y acudí a los tres días al bufete del letrado y contador-partidor de la sorprendente herencia.

La Visita fue corta. Me leyó la parte del testamento que me incumbía, puso sobre un viejo sofá chéster una caja de cartón sellada, y me dijo que ese era el legado, que podría abrirlo allí mismo o llevármelo a mi casa, como prefiriera.

Abrí la caja inmediatamente y encontré unas cuantas cosas desordenadas: una caracola enorme, unos platos preciosos de una vajilla incompleta por el mucho uso, una botella de oloroso de Jerez, apenas una docena de libros en edición de bolsillo de autores clásicos, unos pendientes antiguos y exquisitos, una cinta del pelo, una libreta en blanco, unas fotos de Florencia, París y Petra, unas semillas, una carta de amor, una pequeña cruz de cedro y un sobre.

EL sobre contenía un tarjetón con unas líneas: "Carmen, oye el mar con la caracola, disfruta de los platos sin temor a que se partan y del vino invitando a tus amigos, lee y relee estos libros en los que está todo, sé presumida y ponte los pendientes y la cinta del pelo, anota lo que sientes en la libreta, mira las ciudades más bellas del mundo y vuelve a Italia siempre que puedas, planta las semillas, aprende que sólo se escribe de amor y por amor como en la carta que te dejo, cuelga la cruz sobre tu cama y ten fe." Salí abrazando la caja contra mi pecho.

Al día siguiente, nada más levantarme, busqué la caja de cartón por todas partes pero había desaparecido. Tomé la libreta y escribí: acabo de tener un sueño que al despertar me ha dejado el tesoro que ya tenía. Y me puse a oír el mar.

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