Tierra de Nadie

Alberto Núñez Seoane

Descrédito

Es el primer paso, no el único, para llegar a perderle el respeto a alguien. Encontrarse huérfano de la consideración de las personas que forman el entramado de la vida en la que tratas de ser tú, supone el fracaso de la persona como componente de una sociedad que es el biotopo en el que ha elegido vivir. Intuimos un entorno en el que sujeto y complementos -'directos e indirectos'- son entes dignos de miramiento, tanto por activa como por pasiva. Esta circunstancia, la de perder el respeto por parte de quien nos debería importar que nos lo tuviese, puede parecer algo trivial, dado que en el tiempo que hoy vivimos lo relativo a todo con lo que no tenga que ver con dinero, fama o éxito social no se le presume importancia alguna, sin embargo, la tiene, y mucha.

Por muy variadas razones, imposibles aquí de enumerar, en un momento determinado nos damos cuenta que 'tenemos confianza' en esta o aquella persona; sentimos, de modo muy genérico o muy personal, que sí: tiene nuestro crédito. Es muy difícil, como digo, saber la causa o el momento por, o en, el que dio comienzo esta disposición nuestra hacia quien quiera de que se trate, lo cierto es que tampoco importa mucho, pero es más probable que hayan sido toda una serie de variadas circunstancias las que al final nos hayan llevado a sentir esa especial seguridad en esa persona: sus palabras… conexiones que nos acercaron a ella…, decisiones difíciles que tomó… actitudes que nos convencieron… y, por supuesto, su coherencia y los hechos de los que es responsable.

El 'como es', para nosotros, esta o aquella persona: el modo en el que nos ha influido, el impacto que en nosotros ha tenido lo que ha hecho, o cómo lo ha hecho, o en que circunstancias lo ha hecho; es algo que queda impregnado muy dentro de nuestra particular forma de ser. Lo cierto es que todos contamos con un elenco, más o menos amplio, o… escaso, de congéneres en los que hemos depositado una parte, o… muchas partes, o… incluso toda, nuestra confianza. La intensidad del golpe que recibamos cuando esta se haga añicos, si esto llega a suceder por cualquier causa a nuestro entender injustificada e injustificable -sobre esto, claro, habría mucho que hablar también-, será directamente proporcional a la cantidad de confianza entregada y al convencimiento con el que lo hayamos hecho.

El camino más rápido para perder la confianza es descubrir que el sujeto que la mantenía nos engañó. Es complicado, a veces, medir el 'tamaño' de una mentira, pero es cierto que no todas tienen la misma importancia ni, por tanto, todas causan el mismo efecto en el defraudado.

La primera selección en la importancia de los efectos de las mentiras habría que hacerla distinguiendo si hemos sido nosotros los que hemos elegido al 'tenedor' de nuestra confianza o, por el contrario, ha sido él quien se ha presentado como firme candidato a merecerla. En el primer caso, puede que el golpe sea más doloroso porque somos nosotros los que nos habremos equivocado y es a nosotros mismos, de un modo u otro, a quien tendremos que reclamar por nuestra estúpida 'inocencia'. En el segundo, el desengaño tiene culpable claro: las quejas y arrepentimientos, la rabia y los lamentos, el desconcierto y la tristeza, nos caerán encima por causa de quien nos mintió para utilizarnos. En ambas situaciones, el engañado se sume en un estado de angustia que provoca una indefensión, tanto o más severa según el alcance que las consecuencias de la falsedad cometida pueda tener; llegando, en casos de especial gravedad, a conducir al afectado a la desesperación más absoluta, con todas las consecuencias imaginables, e inimaginables, que esta pueda llegar a ocasionar.

Cuando de servidores, públicos, hablamos; cuando, de quien en sus manos tiene la salud, la Justicia, la educación, el bienestar básico y esencial, los medios para contribuir a la calidad de vida, y el futuro de los ciudadanos, hablamos; la 'cosa' que hoy nos ocupa tiene otras muchas connotaciones, tan irrebatibles como trascendentes.

Una vez más, pero no una menos, no caigamos en la necedad de circunscribir el 'asunto' a izquierdas o derechas. No hablamos, ahora, de ideologías; lo hacemos sobre mentiras o verdades, engaños o realidades, falsedades o certezas. No tendrían más importancia que las que atañen en exclusiva al ámbito de lo personal, si no fuese porque las mentiras de los servidores públicos causan estragos, también y sobre todo, entre quien no tiene la opción de poner remedio a las patrañas ni a sus consecuencias, que romperán destinos, ni tampoco a los miserables autores de las mismas.

Mienten 'a cara llena', sin que se les pueda adivinar la mínima señal de rubor. Mienten en alcaldías, Diputaciones, Consejerías, Congreso y Senado, con la mayor de las desvergüenzas posibles, y lo hacen una y otra y otra vez, les da absolutamente igual. Mienten y, cuando se descubre la mentira, en lugar de pedir perdón o dimitir, la tapan con otra mentira mayor, no les importa nada. Está tan enraizada la práctica sistemática del engaño, que se está normalizando, lo que no deja de ser trágico.

Cuando alguien que nos ha mentido, a sabiendas y en interés propio, es puesto en evidencia, la consecuencia inmediata debiera ser la retirada de nuestra confianza. Cierto es que todos merecemos segundas oportunidades, pero cuando el resultado de otorgar estas es idéntico al de la ocasión primera, no hay vuelta de hoja: no podemos confiar en la persona que nos engañó, si lo volvemos a hacer, la culpa ya no será sólo de ella, que se 'retrató', si no nuestra también.

Quien de entre los servidores públicos, por méritos propios, pasa de la confianza al descrédito no debería tener más oportunidades para seguir perjudicando a los que confiaron en él, si no se consigue esto por propia voluntad del embaucador, es imprescindible que sea la ley quien le obligue a marcharse.

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