Tierra de nadie
La amistad, bien o mal entendida
Tierra de nadie
Todos somos diferentes. Unos tenemos defectos y algunas cualidades, otros atesoran talento limitado por ciertas imperfecciones. Unas y otras, virtudes o lacras, son siempre determinantes de la actitud con la que cada cual afronta su existencia. Nacemos, todos, con lastres; lo humano implica fallas, la condición que nos define se caracteriza, a mi entender, por las carencias de mucho de lo que nunca nos debería faltar, si a ética, dignidad y coherencia nos referimos.
Es en la fatalidad cuando destaca la voluntad; en la tragedia cuándo resalta la grandeza; en la desdicha cuándo mejor se percibe el brillo de la fortaleza, a la de espíritu, que es la que me interesa ahora, me refiero.
De lo peor con lo que contamos en nuestra generosa alacena de perversidades es el egocentrismo. Sobre el “ego” hay mucho, muchísimo escrito; teorías para casi todos los gustos amueblan tratados filosóficos de ayer y de siempre, ninguna de ellas le arrebata el peligroso protagonismo que puede tener, o acaba por tener, en las vidas de cada uno de nosotros. Somos, para nosotros mismos, el centro de nuestro propio mundo; con mayor o menor necesidad, con menos humildad o más generosidad; pero lo somos. A veces dejamos espacio suficiente para los demás, otras lo hacemos con amplitud sobrada, en las que restan el “yo” que nos arrastra anula cualquier alternativa de competencia, incluso la mera posibilidad de la misma.
Hemos estado construyendo un mundo globalizado, en lo grande, lo menos grande y en lo cotidiano también. De la rapidez con la que todo ha sucedido deriva una inmediatez excesiva en los muchos y profundos cambios de nuestras vidas, circunstancia que os ha impedido adaptarnos a ellos para después asimilarlos y terminar por asumirlos. Esto tiene sus ventajas pero, como todo, cuenta también con muchos inconvenientes, en mi opinión, demasiados y… demasiado graves. Una de estas nefastas desventajas es la expansión descontrolada de “lo vulgar”, con la consiguiente pujanza imparable de la mediocridad.
La trágica consecuencia de lo anterior, una de ellas, es que cualquier inepto o fracasado, cualquier torpe, imbécil o simplemente cualquier tonto del haba -por no ubicarlo allá dónde la espalda pierde su honroso nombre- puede llegar a ocupar las más altas responsabilidades; me refiero, como ya habrán deducido, al ámbito de “lo púbico”, de la Administración, puesto que en el mundo de “lo privado” sólo sale adelante, asciende y triunfa, quien trabaja duro, vale para ello, cuenta con los merecimientos suficientes y… la suerte no le da de lado –todo hay que decirlo-. Así se llega hasta dónde estamos. Si, además, añadimos al coctel el hecho de que la mayoría de los mediocres se piensan insustituibles, el resultado será explosivo, exactamente como lo que estamos padeciendo.
Tenemos un gobierno de traca. El presidente, atendiendo a su interés personal en lugar de al de los ciudadanos, se ha rodeado de una pandilla –no se puede calificar de otro modo, bueno… de un modo peor, sí- de incompetentes supinos -“y supinas”-. Personas sin cultura ni formación, analfabetos intelectuales, sin preparación, ineficaces, soberbios, negados y prepotentes; que manejan presupuestos de miles de millones de euros y, para nuestra desgracia, también nuestras vidas, ahora en sentido literal.
Las cosas se pueden hacer bien o mal. Se supone que “los elegidos” para marcar el rumbo de una nación y afrontar las tormentas de la travesía, debieran ser los mejores, al menos estar entre ellos; para así estar seguros de que, cuando sea necesario, se hará lo adecuado y se hará bien. Cuando la mar se enfurece y amenaza con hacer naufragar el navío, cuando el viento desata toda su furia reventando velas y poniendo al límite la resistencia de mástiles y botavaras; es cuando el capitán, los oficiales y, luego, la tripulación, tienen que estar a la altura de la galerna que se les viene encima. Si el capitán es un ególatra presuntuoso, que sólo –escondido en el puente de mando- piensa en los ascensos y los oficiales no son sino grumetes de segunda fila, sin experiencia, ni reaños ni voluntad tampoco; la nave acabará en pecio, y lo peor: se llevará al fondo la tripulación.
Sí, las cosas se pueden hacer mal o bien. Si se hicieron mal, se puede rectificar; si se están haciendo muy mal, nunca es posible arreglarlas del todo, pero se pueden paliar sus consecuencias; pero si se hacen absolutamente mal, no queda otra opción que la ruina, la calamidad y el desastre. Es lo peor entre lo más malo: “lo mejor” de lo peor. Si las cosas se hiciesen bien…, entonces sería otra historia: esto no estaría sucediendo.
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