Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Estupidez

He cumplido suficientes años, vivido demasiadas circunstancias, visto y escuchado la cantidad de cosas y palabras necesarias, como para que la traición me sorprenda, la mentira me asombre o el cinismo me pille desprevenido; sobre todo, si de personas tratamos. Pero hay algo que, a pesar de lo dicho, me sigue sorprendiendo, asombrando y también descolocando: la estupidez del hombre; sobre todo, si de comunidades tratamos… Porque hay una estupidez individual, y otra ‘social’. La suma de los factores no tiene por qué ‘hacer’, en este caso, el producto final: una sociedad estúpida no lo es porque todos sus miembros lo sean, pero sí porque las decisiones que como colectivo se tomen, determinen su entrada en el callejón sin salida que inequívocamente supone la estupidez. Por contra, una persona estúpida, lo es porque ha decidido serlo, o si prefieren: porque no ha decidido no serlo. Ella, y sólo ella, la persona en cuestión, es responsable de su condición.

Me sobrepasa ese aparente afán por querer seguir siendo engañados; esa constancia en dar credibilidad a quien, hasta la más absoluta saciedad, ha demostrado no merecerla; ese empeño, irracional y absurdo, por entregar la esperanza a los que te la han quitado… No es un simple error, no puede ser ‘sólo’ eso, ha de tratarse de un ‘estado’ propio del modo de ser de ciertos individuos que condiciona la que debiera ser una actitud inteligente hasta llevarla a la paradoja que supone ‘ser estúpido’, recrearse en ello y, en consecuencia, actuar como estúpido.

Sí, la estupidez es una paradoja, la más brutal, dolorosa y, por desgracia, común de ellas. Lo es porque los humanos vivimos para arañar trozos de felicidad que llevarnos al corazón; cada cual la entenderá, la felicidad, a su modo y manera, pero finalmente, todos perseguimos eso y no otra cosa. Las consecuencias de la estupidez conducen irremisiblemente, siempre y sin excepciones, a la infelicidad; colocan el objetivo tras el cual vivimos, y por el que a veces, hasta morimos, fuera por completo de nuestro alcance. Sin embargo, lo estúpido se ha instalado en nuestra especie desde el alba primigenia en la que la evolución nos alumbró, para, ya, no abandonarnos nunca.Sólo hace falta cultivarse un poco, querer emplear parte de nuestro tiempo en leer lo que muchas mentes prodigiosas dedujeron y se preocuparon por trasmitirnos, para pensar después en lo que ellos pensaron, y terminar por deducir… por nosotros mismos. Si no lo hacemos, pensar, nunca estaremos a salvo de convertirnos en estúpidos y actuar como tales, porque nadie puede pensar por nosotros. No es necesario ser filósofo, ni un gran pensador ni intelectual al uso, para nada; lo único que necesitamos, para no caer en la paradoja letal, es ser conscientes del peligro que nos acecha y querer evitarlo.

El estúpido, a más de su ‘condena’, supone dos peligros añadidos: el primero es que jamás se tendrá por tal; el segundo es que, en muchos casos, su mal resulta tremendamente contagioso.

Dado que nunca va a aceptar su estupidez y dada su condición de tal, es una total pérdida de tiempo cualquier intento por rescatarlo. Tratar de ‘salvar’ a uno de estos abundantes y prolíficos ‘condenados’ es como quien muere ahogado por los golpes que recibe de quien fue a salvar, porque se estaba ahogando… El ‘ahogado’ llegará a la orilla flotando sobre el cuerpo, inánime, del ‘salvador’.

Por otra parte, la convivencia, próxima en exceso y mantenida en el tiempo, puede -si el ‘huésped’ no reúne la experiencia, sensatez y coherencia suficientes- acabar por trasmitir el germen patógeno del ‘enfermo’ al ‘visitante’. Una vez ‘infectado’, el problema para el que comienza ser un nuevo acólito en la causa de lo mentecato, es que la perspectiva del contagiado cambia. Comienza por no ser capaz de discernir, renuncia a usar el sentido común, dimite de la lógica, abdica lo coherente; entre tanto, de modo sibilino pero imperturbable, su estructura mental comienza a ser poseída: lo estúpido ya no le parece estúpido, no ve al estúpido como lo que es, empieza a congeniar con él, no se siente alejado de sus ‘postulados’, le atrae lo ‘ganso’, torna la mamarrachada en algo simpático, agradable… La vuelta atrás ya no es factible: un nuevo ejemplar ha sido ganada para ‘la causa’.

Me sorprenden -gracias a Dios, aún, y espero que así sea siempre- la Naturaleza, la belleza, la vida… Asombro maravilloso, esperanza de ilusión e ilusión en la esperanza. Y me sigue sorprendiendo, lo dijo Einstein, lo infinito de la estupidez humana.

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