Tierra de Nadie

Alberto Núñez Seoane

El cáncer rojo V

Es la propia perversidad de ese rincón obscuro de la naturaleza que nos determina, la responsable del interminable rosario de desgracias con las que el 'comunismo' ha infestado a nuestra especie, la misma de los vectores que lo diseminan. Al igual que el tumor maligno se genera por la reproducción descontrolada de las propias células que nos dan la vida y nos mantienen en ella, cruel paradoja, los 'comunistas' siembran el germen de la miseria y la destrucción entre sus propios congéneres. En el caso del cáncer, el responsable de la fatal mitosis que, fuera de control, terminará por provocar la casi siempre letal metástasis, es una alteración en las cadenas proteicas que conforman nuestro ADN, no conocemos, aún, las causas por las que esto sucede, cuándo lo averigüemos, habremos hallado el remedio contra el terrible azote que nos diezma.

En el caso del 'cáncer rojo', ese 'comunismo' mentalmente piojoso, psicológicamente deplorable y espiritualmente repugnante, el causante de su lúgubre y funesta implantación nos es otro que la flaqueza, infame, de hombres débiles, en exceso ambiciosos, por completo amorales, cargados de frustración, enquistados en una mediocridad patológica y despreciables, del todo y sin remisión despreciables, a cualquier hora del día, o de la noche, que pretenden -¡pobres desgraciados!- vivir el exiguo pedacito de tiempo que les ha sido concedido, bien como 'salvadores'… de los incautos a los que, entre aplausos, ayudan a subir al patíbulo; bien como embaucadores de los que, por envidia, odio o impotencia, se dejaron o quisieron dejarse engañar.

Sobre la libertad, lo que su ausencia significa y lo que cuesta recuperarla, no admito lecciones -perdón por la inmodestia, lo digo tal cual es-, ni de cerca ni de lejos, de ningún 'rojeras' del tres al cuarto, 'rojillo' de poca monta, advenedizo izquierdoso, o progresista autoproclamado, tampoco de ninguno de los que presumen hoy, sin ayer que los respalde, 'de izquierdas de toda la vida' ni de los que se jactan de una ideología a la que prostituyen ni de los que pretenden avasallar, a quien no les aplauda, adscribiéndose a un comunismo que ni conocen ni, por supuesto, practican -salvo alguna excepción que, como es obvio, puede y debe haber, aunque sólo sea para confirmar la regla que proclamo-. Tampoco las admito -lecciones-, por faltas de fundamento y credibilidad, las de los muchos 'socialistas' apuntados a esa degeneración de la doctrina original que se ha dado en tildar 'sanchismo', una aberración de los principios que sustentan el socialismo, al menos el que pudiese ser digno de así llamarse. Son esos que presumen de demócratas hoy, pero que, tras cuarenta años de libertad, han puesto la democracia en un muy serio peligro. Puedo, sí, hablar de tú a tú con los pocos de los históricos que van quedando, de los muchos que fueron compañeros de Colegio Mayor en una España, entonces, aún bajo la dictadura, o que compartieron universidad, la Complutense, en el Madrid de los setenta, en tiempos, aquellos sí, históricos.

No voy a entrar en muchos detalles, pero les contaré lo suficiente. Dejé aquel muy peculiar Jerez de finales de los años sesenta: mi tierra natal, raíces que siento cada uno de mis días, orígenes que amo y respeto, lugares y circunstancias que contribuyeron a hacer de mi lo que hoy soy, infancia compartida… asomo a una adolescencia truncada… despertar en la juventud esperada… ¡Jerez…! Mi Jerez… para tanto bien… y para tanto pesar. En un, ya muy lejano, octubre, bajé del expreso de Andalucía en la estación de Atocha, un tren que no sólo me separaría de la vida que hasta entonces había sido mi vida, si no que me llevaría hasta ese mañana que, en mis noches sureñas había intentado, una y mil veces, adivinar. Estaba allí, en la capital… imposible explicar para ser entendido por los que no vivieron aquellos años: Jerez de la Frontera, por circunstancias varias, estaba entonces muy aparte de un mundo ya de por sí fuera del mundo que comenzaba a nacer.

En aquel Madrid universal estudié Preuniversitario y los cinco años de la carrera de Ciencias Biológicas. Fueron años que, por azar o por destino, resultaron incomparables, únicos e históricos: fueron los últimos años de vida de la dictadura de Francisco Franco. Estar allí, dónde todo pasaba, en aquellos momentos irrepetibles, en circunstancias marcadas por hechos que cambiarían, para siempre, las vidas de todos los españoles, fue algo que dejó, ¡cómo no!, huella indeleble en mi vida, como lo hubiese hecho en la de cualquiera con un mínimo de conciencia social.

Se barruntaba el aire fresco de la libertad. Allí andábamos… entre incrédulos y asustados. Venían tiempos insospechados, no habíamos conocido otro régimen que el instaurado tras la Guerra Civil. Ahora, el mañana olía distinto, la esperanza estaba preñada de ilusión… un mundo nuevo… ¡libertad!, se abría paso entre la imparable corriente de acontecimientos que sacudirían nuestros días.

Sufrí, en muchas ocasiones, los golpes de las porras, cortas y negras, de los 'grises' -así se llamaba entonces a la Policía Nacional, por el color de sus uniformes-. También los golpes, tremendamente dolorosos, de las porras, marrones, largas y flexibles, que usaba la policía a caballo para golpearnos. Sólo gritábamos ¡libertad! No rompíamos ni agredíamos… sólo gritábamos… ¡libertad!

Una de las tres veces en mi vida en las que recuerdo haber sentido miedo, mucho miedo… físico, de ese que te obliga a echar mano a la entrepierna para no mojar los pantalones -el otro, el del alma, lo he soportado, como he podido, en muchísimas más ocasiones-, fue cuando la 'Brigada Político Social' -la policía secreta de entonces- subió, pistola en mano, por las escaleras del Colegio Mayor. Buscaban 'instigadores…', 'disidentes…', 'revolucionarios…', 'comunistas…', ¡ya ven! Allí, los que estábamos éramos estudiantes, venidos desde todos los lugares de una España a las puertas de cambiar de ciclo. No éramos nada de lo que decían que éramos, pero era así como funcionaban entonces las cosas. Nos detuvieron, nos llevaron a la 'D.G.S' -Dirección General de Seguridad, por entonces bajo el famoso reloj de las 'campanadas' de la madrileña Puerta del Sol-. Nos encerraron en el calabozo… supe lo que es angustia, desesperanza y miedo…miedo, no… ¡pánico! Sin duda, una de las peores y más largas noches de mi vida. No habíamos hecho nada, pero eso no importaba demasiado. La intervención del director del Colegio Mayor, su testimonio y lo cierto de nuestra inocencia respecto a la participación en ciertas actividades consideradas subversivas, nos permitió salir en la tarde del día siguiente, con apenas cuatro o cinco guantazos encima cada uno.

Nos detenían en la Facultad, estaba declarado el 'Estado de excepción': prohibido, entre otras muchas cosas, reunirse más de cuatro personas, ni en la parada del autobús. Llegaban a las asambleas, cerraban las puertas con todos dentro, y nos hacían salir, uno a uno, bajo una lluvia de golpes; al que les parecía, se lo llevaban, unos regresaban a los pocos días, otros tardaban bastante más.

Lo que venía era imparable, lo sabíamos todos: los que se negaban a aceptarlo y los que no podíamos imaginar nuestra vida sin su llegada; los que hicieron todo lo posible por impedirlo o retrasarlo y los que contábamos los días, y las noches, para poder decir, escribir, cantar o gritar lo que pensábamos. No, no admito lecciones de hipócritas arribistas ni de ambiciosos sin escrúpulos ni de hábiles trileros de la libertad, ni tampoco de comunistas falsarios, de los otros, hoy aquí, apenas si quedan.

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