Se podría pensar que emigrar consiste en hacer las maletas y trasladarse a un nuevo destino. Pero cuando la supervivencia está de por medio, abandonar el propio país es muy doloroso. Aunque los movimientos migratorios son parte de la historia de la humanidad, los que presenciamos hoy están produciendo conflictos no solo políticos, económicos y sociales, sino también éticos, porque así como no hay que dudar en salvar las vidas de los tripulantes de las pateras, hay que aceptar que no todos pueden llegar para quedarse.

Si hago un ejercicio de empatía aprecio claramente como el miedo y la desesperanza obligan a los migrantes a subirse en una patera o a caminar miles de kilómetros en condiciones infrahumanas en busca de un sitio donde poder tener acceso a una vida que les devuelva la dignidad.

Son realidades que no deberían existir, pero que el abuso de poder, la codicia, la explotación, la guerra, las persecuciones religiosas y el olvido absoluto del bien común, las han convertido en tragedias que se contemplan con impotencia, porque ni España ni ningún país pueden aceptar ese flujo migratorio. La solución, por tanto, no se encuentra en los países receptores sino en los de origen, los cuales requieren una regeneración que permita un desarrollo sostenible y una economía que promueva la creación de puestos de trabajo y retenga a su población. Difícil, sí, pero posible si se cuenta con la voluntad, inversión y compromiso de todos los Estados afectados.

La tierra donde se nace se ama casi por instinto. Pero cuando la propia vida y la de los seres queridos están amenazadas, se transita hacia lo desconocido con los sentidos atentos al menor destello de luz. Pero no nos engañemos, llegar a un sitio extraño, aunque se logre obtener la residencia, implica adaptarse a un entorno diferente, aprender un idioma, respetar las costumbres e integrarse. Si no se hace, se corre el riesgo de pisar indefinidamente una tierra de nadie, donde ni se ha nacido ni se echan raíces.

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