Es raro que se metan en política. A los niños lo que les interesa cuando se les pone por delante una caja grande de cartón no es celebrar un referéndum de independencia ni votar una investidura. Lo que les gusta de verdad es convertir la caja en una cabaña para ponerse a salvo de las fieras, o en una nave espacial que les transporte hasta Marte para estar de vuelta antes de cenar. Quizás sea esa la razón de que no abunden los diputados en edad escolar.

Por esa incapacidad para ver las cosas como son, cuando tienen delante a un señor con una peluca de tirabuzones rubios, montado en el tractor que supuestamente le ha traído desde Oriente y tirando serpentinas -o a una señora que en su vida normal no se maquilla así, pero que para salir en la cabalgata se embadurnó de betún, se plantó unas barbas postizas y se lio a tirar caramelos-, lo que no se le ocurriría jamás plantearse a un niño es que en aquel Oriente no había señores que llevaran el mismo rubio platino que llevan las cabareteras; o que no era habitual que las señoras se tiznaran la cara para hacerse pasar por un negro. O que, para colmo, se desplazaran Sus Majestades en un vehículo tan poco majestuoso como es el tractor.

El problema está en que los niños, que son los más indicados para disfrutar de esas cabalgatas, son los menos preparados para organizarlas. Y aquí es donde intervenimos los mayores, con todas nuestras manías, que siempre son persecutorias.

Ya hemos visto que los críos, como se liberaron de los prejuicios a tiempo, no encuentran incompatibilidad alguna en que los Magos de Oriente lleven en su cortejo al ratón Mickey o a la Pantera Rosa. Pero los adultos ya nos encargamos de marear la perdiz para que las cabalgatas sean un reñidero más donde sacarnos los trapos sucios del politiqueo.

En la de este año ha sido especialmente virulenta la politización, y como hay ayuntamientos que, hasta en el trampantojo, ven ocasión de meter cizaña, se han desatado polémicas la mar de bizantinas sobre si una mujer puede hacer las veces de rey sin alterar el orden cósmico de las tradiciones religiosas; si los transexuales pueden salir en estos desfiles de inspiración carnavalesca o si sería mejor que se quedaran rezando el rosario.

Porque una cabalgata es un barullo donde se confunden los pajes con los gladiadores, los beduinos con los personajes de los dibujos animados, y así, claro, donde uno ve una apología intolerable de la esclavitud, otro ve blasfemias con fondo de chirigota. Y donde unos se plantean la duda filosófica sobre si el papel de Baltasar lo debe representar un negro auténtico -o también vale uno de paripé-, otros echan espuma por la boca ante la posibilidad de que estas cabalgatas, que ya empiezan a ser una invitación al lujo y la lujuria, acaben como Sodoma y Gomorra, pero con el suelo lleno de caramelos pisoteados.

Menos mal que los niños no se dejan engañar. Por mucho que lo intentemos, siempre sabrán que eso de la magia es algo donde no caben los trucos, porque los trucos son lo que los torpes intentan para estafar cuando no saben hacer ni magia ni la o con un canuto.

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