Por razones familiares y desde hace una barbaridad de años, visito de forma recurrente un enclave en los Abruzzo italianos ubicado entre la cordillera de los Apeninos y el Mar Adriático. El paisaje, a los pies de los grandes macizos montañosos de matiz azulado, se muestra rico en aguas y fértil: el ondulado perfil de sus colinas combina los tonos verdes del olivo, la vid o el maíz temprano entre otros cultivos que se alternan en pequeñas y sucesivas propiedades. Huertos, viñedos y olivares cuyos frutos se destinan mayormente al consumo doméstico, en una tierra donde se conservan tradiciones seculares como la de hacer vino casero, el aceite de las propias aceitunas o la conserva del tomate, imprescindible para el sugo que en invierno acompañará la cotidiana pasta. Son peculiaridades de un modo de vida que, desde nuestros ojos, consideraríamos de un tiempo pasado, pero que, en ese entorno, tienen absoluta vigencia. Sin embargo, lo que más me llama la atención no es la continuidad de esas saludables costumbres, sino la forma en que se trabaja la propiedad, que se intuye de carácter minifundista. Se observa que es común el auxilio para las labores del campo entre vecinos, dentro de un pacto no hablado, un tácito quid pro quo (una cosa por otra) que implicará la devolución del favor o el pago en especie posterior. Una ayuda para una poda, para la recolección de la aceituna o para la vendimia puede que se convierta en un cuarto de ternera o en medio cordero al cabo de unos meses. Incluso pude conocer un insólito intercambio de productos de la huerta por pescado fresco. La pervivencia de tales usos, ese singular trueque que creíamos extinguido, me resulta de lo más admirable y, también, digno de envidia, porque dudo yo que si le llevo un par de artículos a mi pescadero me los vaya a cambiar por un lenguado.

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