Monticello

Víctor J. Vázquez

vvazquez@us.es

UE vs. Elon Musk

Musk no ha comprado un medio o un grupo de comunicación; lo que ha adquirido es, y de ahí la novedad histórica, un 'foro público'

Tanto Rousseau como Adam Smith asumieron que era la tarea de su tiempo repensar la virtud en un nuevo ecosistema social, el capitalista, donde nociones clásicas, como el honor, la nobleza o la hidalguía, no ofrecían ya ningún rédito. Son bien conocidas sus diferencias intelectuales, pero valdría la pena subrayar un punto de coincidencia entre ambos: su temor a que, en aquella nueva sociedad comercial, los insaciables deseos de las personas sobrepasasen los límites de sus propias capacidades naturales. El tiempo confirmó que dicha aprensión era fundada. La tentación de acumular sin límite ha sido así, en muchos casos, no sólo una trágica fuente de frustración y alienación personal, sino también un factor de corrupción y, en definitiva, de riesgo, para la propia comunidad política. Traigo aquí esta reflexión para situar en su dimensión clásica el, por otro lado, modernísimo dilema que plantea la compra por parte de Robert Musk de la red social Twitter. Nos encontramos, en principio, ante una actitud arquetípica del capitalismo, la de acumular capital e intervenir en un sector determinante de la economía, como es, en este caso, el mercado de la comunicación. Ahora bien, Musk no ha comprado un medio o un grupo de comunicación; lo que ha adquirido es, y de ahí la novedad histórica, un foro público de discusión que ocupa, por su naturaleza monopolística y transnacional, un lugar determinante para la formación de la opinión pública en la práctica totalidad de las naciones. Además, el objetivo declarado de Robert Musk es, ni más ni menos, imponer en dicho foro público su propio concepto de libertad de expresión. Dicho de otra forma, suplir a los Estados en una de sus funciones soberanas, la determinación del derecho. La casualidad ha querido que, en la misma semana en la que Musk adquiría Twitter, la Comisión y el Parlamento Europeo llegaran a un acuerdo para aprobar la denominada Ley de Servicios Digitales. Una norma que, entre otras cosas, surge con la finalidad de otorgar a los Estados y a la propia Unión instrumentos a través de los cuales imponer la vigencia de principios elementales de derecho público en el seno de estas grandes corporaciones digitales. No sin dificultades, la Unión se erige de nuevo en patrón de contraste de la racionalidad democrática. Europa, ya decíamos, defiende hoy su Constitución, pero no sólo frente la internacional reaccionaria de las camisas prietas, sino también frente al narcisismo herido del Ciberleviatán.

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