La libertad de expresión es un tema complejo porque va por barrios o por compartimentos estancos. Lo último que pretendo es quejarme o lloriquear, pero a nadie se le escapa que lo que se puede decir de la Iglesia católica no se le pasa ni por la cabeza a nadie ni susurrarlo sobre la religión musulmana. Véanse -es un decir- los semanarios humorísticos. El Jueves reconoció que, si había que mentar a Mahoma, se les secaba la lengua, la pluma y la inspiración. El fallo de las Fallas ya lo hemos visto: no se quema una mezquita ni para atrás cuando con los católicos han sido de traca. Esa desproporción se da en muchos otros campos. Las bromas con la bandera de España no se permitirían con la ikurriña. Los chistes con los partidos de derechas vienen con un plus de encarnizamiento.

¿Cuál sería la solución? Soy muy intolerante con poner límites a la libertad de expresión, porque la censura se dispara y tiene mucho retroceso. Pero no creo que sea bueno para nadie que se dé por válido un sistema tan poco igualitario. Así que me ha acordado de aquel caballero que acude al dentista y, al sentarse en el sillón, aprovechando la altura y el ángulo, aprieta por debajo de la bata blanca al especialista por "aquellas partes que es mejor no decir" como canta el inmortal verso del Dante. Y, con una leve presión, musita estas sabias palabras: "Vamos a no hacernos daño, ¿verdad, doctor?"

Quiero decir que estoy por la proporcionalidad. Por poner un espejo delante de cada insulto o cada caricatura subida de tono. Contra los compartimentos estancos con diversos niveles de tolerancia a la irrisión, funcionarían bien unos vasos comunicantes que hagan que los niveles se equilibren. No habría necesidad de pinchar la pelota, porque jugaríamos todos. Si algo vale para uno, vale para todos. Si algo es intolerable para alguien, no es tolerable para ninguno.

Se trata de la famosa operación Gombrowicz. Esto es, replicar exactamente el insulto, salvo el nombre. Donde ponga "iglesia", poner "mezquita", y a ver qué pasa; donde "hombre", "mujer"; y viceversa. Imagino con delectación una cuenta de Twitter que se dedique a colgar lo mismo, sin cambiar ni una coma, salvo los nombres propios o las instituciones. Y cuando salte el escándalo, poner el chiste o el tuit o la declaración o el comentario original. Resultaría, además de muy divertido, clarificador y, a medio plazo, de una enorme utilidad pública.

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