Cuando mi madre nos llevaba al centro a mi hermano Felipe y a mí, el corazón nos daba un vuelco. Aquello era sinónimo de aventura, de bullicio, de compras y, casi siempre, de algún regalo con que, mi queridísima madre, nos solía obsequiar, bien cuando La Tijera vendía también juguetes, o en la desaparecida tienda Álvarez, con esos dos escaparates que eran la felicidad expuesta tras su cristaleras.

Olía entonces la calle Doña Blanca a churros y a pueblo, y no recuerdo (aunque hablo de hace ya muchos años) tiendas cerradas, ni invasión de bazares chinos que venden de todo y, a veces, no tienen de nada.

Mi madre nos llevaba en autobús o taxi, cuando los coches podían acceder a la calle Larga y recorrerla hasta la plaza del Arenal. A veces era el autobús. En la parada correspondiente bajábamos y nos dábamos de frente con La Vega, que solía ser la penúltima parada antes de volver a casa. Ya entonces, y pueden que haya pasado más de cuarenta años, tenía la cafetería un sabor añejo, con aquel mostrador al que tan poco le queda de vida, las sillas forradas de cuero y la segunda planta a la que tanto me gustaba subir. Allí mi madre solía pedirnos un chocolate que solíamos mi hermano y yo dejar a la mitad, con los labios manchados y nuestro juguete recién comprado (un Geyperman, casi siempre), en una mano, deseando llegar a casa.

A La Vega, centro de reunión de tantas generaciones, de camareros que recuerdo de los de antes (aunque ya no lleven chaquetilla blanca y botonadura dorada), le queda poco para acabar tal y como la hemos conocido todos: los más ancianos y los que, acabada la movida y los cubatas, van allí a meterse unos churros con chocolate, con los pies destrozados y la voz ronca de bibitraque.

Querdará en el recuerdo La Vega y vendrá una de nueva de leds y muebles de diseño. No habrá, por suerte, nada que nos reforme la memoria ni me aleje, al menos a mí, de la infancia que viví con ella.

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