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Venecia

Uno de los grandes logros del XX fue poner a vastas capas sociales a viajar como los señoritos del 'Grand Tour'

Apartir del año que viene, quienes quieran visitar Venecia, la vieja república de la Serenísima, que este año cumple dieciséis siglos, desde que se alzara sobre una laguna infecta, para guarecerse de los peligros de Terraferma, a partir, digo, del próximo verano, los numerosos visitantes de Venecia habrán de reservar y pagar por anticipado su acceso a la ciudad, el cual se hará a través de unos tornos, que controlarán el flujo de turistas y aliviarán la masa ambulatoria que obstruye y perturba el casco antiguo. Naturalmente, hay muchas opiniones contrarias a esta medida, que convertiría Venecia en un parque temático. Pero también están los que recuerdan que la ciudad del Véneto ya es una atracción circense, y que se trata, en mayor modo, de salvarla de una decrepitud inmediata.

Como se ve, no es una cuestión sencilla, puesto que a su fondo se halla la figura perpleja y rebañiega del turista. Eco, hace unas décadas, proponía construir una réplica exacta de Venecia para aliviar la carga estacional de viajeros. También sugería don Umberto que esta calidad de duplicado industrial sería un atractivo más para el turista molón y posmoderno, ávido de novedades. Sin embargo, esas réplicas parciales ya existen, algo más aparatosas y vulgares que el original, y no parece que el aflujo de visitantes se haya visto mermado. Con lo cual, volvemos al problema del número. Esto es, a aquella "rebelión de las masas" orteguianas, que erosionan la superficie del mundo con su trepidación incesante. Uno de los grandes logros técnicos del XX fue éste precisamente: poner a vastas capas sociales a viajar como los señoritos del Grand Tour. Pero ya vemos que esta democratización del gusto ha resultado, quizá, demasiado gravosa para los recursos y la propia paciencia del planeta. Lo cual también rige, como es obvio, para el ingente turismo de cooperación que hoy nos ilustra, nos alecciona y nos advierte.

Ruskin, que era un cooperante del Ochocientos, fue quien salvó Venecia, cierta idea de Venecia, crepuscular y gótica, de su declive, tras la rendición de la República ante el Sire. Desde la orilla de la Academia, subido en algún tejado añoso, Ruskin miraba hacia San Giorgio Maggiore y susurraba con amargura: "This pestilent art of Renaissance". Luego volvía a su castidad reconcentrada de turista y soñaba con la Venecia de los Dux, con la hora mayor de Las Cruzadas, y componía una estampa de Venecia, entre la sublimidad y el crimen, que se halla en el origen de nuestra inevitable y trágica predilección veneciana.

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