El poliedro

José Ignacio Rufino

Vengan palos a los economistas

Proliferan críticas inmisericordes contra la incapacidad de los analistas de prever el futuro

DESDE el verano pasado, a los analistas económicos les llueven los palos. Se diría que la crisis la han provocado los economistas en mayor medida que “los avariciosos” –culpables de todo para el presidente del Gobierno– e incluso que el cuarto menguante del ciclo económico. En alguna ocasión las críticas a la profesión –supongo que habrá quien, ya puestos, nos niegue incluso este rango– han sido tan punzantes y desabridas que podía intuirse una predisposición, es decir, una disposición previa a los hechos: una animadversión personal o gremial, y hasta histórica. Los economistas, y más “los de empresa”, han ido metiendo las narices en muchas otras áreas del saber, y hasta haciéndose con parcelas antes exclusivas de, por ejemplo, la Psicología, el Derecho o la Sociología. Este proceso expansivo –si quieren, expansionista– ha ido parejo a la eclosión y mayor complejidad del mundo de las empresas y de los intercambios económicos. Carreras universitarias, posgrados, periódicos y hasta libros de autoayuda han sido acaparados por la Economía y sus epígonos. Pero, ay, se ha abierto la veda para calificar a los economistas de bluf, si no de papanatas e inconsistentes. Y, sobre todo, de profesar una ciencia que no es una ciencia como Dios manda. La inquina previa y la inseguridad posterior han hecho que, de forma bien paradójica, la crisis haya convertido a los economistas no ya en sujetos que pueden ayudar a comprender los hechos y a inspirar estrategias, sino que los ha convertido en objeto de un pim-pam-pum de feria. He leído a columnistas que nos niegan el pan y la sal, algunos incluso de renombre, como el politólogo italiano Giovanni Sartori, que dice que lo que ha ocurrido era “fácil de prever” (“yo mismo me espanté cuando vi el bombardeo de ofertas de crédito fácil”, dijo en octubre pasado en el Corriere della Sera; pero no advirtió nada a nadie, teniendo, como tiene, las puertas de los medios abiertas de par en par). De hecho, la crítica principal que recibe la Economía es que una ciencia que no prevé los acontecimientos ni es ciencia ni es nada, y la Economía es, como viene a señalar el adagio popular, un ejército plagado de arribistas que dicen lo que ha pasado, pero que no saben decirlo antes de que pase.

Sin entrar en discusiones epistemológicas –por falta de conocimiento de quien escribe, además de porque no es un diario el lugar adecuado para tal debate–, exigir precisión en el pronóstico a una disciplina para poder seguir en el parnaso científico es, sencillamente, sorprendente... y poco ecuánime. Cándidamente, se me ocurre a este respecto que la Medicina, la Sismología, el Derecho, la Psicología o la Historia no prevén con precisión enfermedades, terremotos, litigios y crímenes, paranoias o golpes de Estado. Como en la Economía, los modelos predictivos de estas ciencias intentan ayudar a comprender y controlar la realidad, por lo que suele hablarse, en todos los casos sin excepción, de “probabilidades” y de “riesgos”. Las certezas, para la fe.

Los errores existen, y los suele cometer quien arriesga en el juicio. Hace unos meses, por ejemplo, un buen número de expertos económicos sugería que los poderes públicos no intervinieran, y propiciaran una purga natural en el tejido empresarial y en los sectores. Sin embargo, la sombra de la depresión tras la recesión motivó que algunos economistas cambiaran el tratamiento, aconsejando la tutela y el apoyo estatal en los acontecimientos. Mencionaremos otro ejemplo de “error”, que toca más de cerca a esta columna: el esperado proceso de concentración empresarial aparecía como consecuencia natural de la crisis, pero ha acabado ocurriendo lo contrario, es decir, que los divorcios en las empresas se suceden. La falta de liquidez –de dinero financiando, invirtiéndose y gastándose– no fue tenida en cuenta en la medida que debiera haberlo sido al pronosticar. Dinero hay, pero quieto cual caballo de retratista.

Más allá del pedigrí científico, lo malo no es intervenir (y arriesgarse, por tanto, a equivocarse). Lo malo es agarrarse a la toga como flotador vitalicio, proyectar hacia afuera la frustración de haber dejado de ser prima donna o, simplemente, no tener nada que decir. Con la justa humildad y el permiso de Sartori.

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