En verano suceden cosas inimaginables. No en vano, la gente suda más de la cuenta, no duerme de noche como en otros meses, y bebe tanto que el estómago pasa a ser un bocoy de esos que tardan a bajar el nivel. Además las noticias lo ratifican. Sin embargo, parece no importar a nadie tanta diligencia de alteración orgánica temporal. No en vano, es cuando más nos movemos, viajamos, vamos de bodas o de barbacoas y acabamos de arena hasta el orificio. Las playas, los ríos y las piscinas pasan a ser los escenarios naturales de la especie humana, que son los mejores aliados ante el bochorno. Por eso, es fácil imaginar lo que en una gran ciudad o un gran pueblo se cuece en los meses estivales. Están los fuegos encendidos a todo vapor, las vitros saltando más allá de los números de dos cifras y los aparatos de aire acondicionado acompañando como orquesta de fondo, porque de los latidos funcionales de corazones humanos más bien ni se habla. Las ciudades de interior, y en especial una, se quedan vacías para deleite de los románticos urbanitas a los que le gusta pasear por la calle Larga o por la alameda del banco sin una mosca que les moleste. Además, la ciudad se ralentiza, los autobuses urbanos van a medio gas, las calles céntricas se prestan al paseo y en general, el ser humano es capaz de meditar más que nunca. Los vecinos salen a las calles, encuentran encanto en percibir el olor de las damas de noche y se sientan en hamacas de playa a modo de cine de verano ebrio de sonidos y olores de noche de agosto. Pero tras el día de la festividad del Carmen, las vidas ya huelen a vuelta de vacaciones, a cole y a otoño. Una rampa deslizante calle abajo después de haber subido la cuesta de verano en pos del frío y las rebecas, por hacer ver que, en el periodo de calor, la gente se amodorra con gusto en la siesta y se aclimata con ilusión. Desde Agosto, hay repelucos de aceptación y de conformismo. Debería ser al contrario, para ser hidalgos del sentido común.
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