Las noches de San Juan están dejando huella y los días de San Fermín empiezan a hacerlo. El comienzo del verano siempre es propicio a sobreexponerse a las veleidades estacionales que nos proporciona la llegada de la nueva estación. Sobre todo porque el calor y los días más largos hacen de las suyas. La gente parece alocada en busca de sensaciones y de emociones como si les fuera la vida en ello, como si el mundo se acabase después de haber hecho malas digestiones del caldito de los caracoles y después de haber mal digerido la derrota de una selección de fútbol. Claro que la oferta de alguna ciudad para pasar los meses más calurosos deja mucho que desear.

El verano, sus bicicletas, sus sudores, su playa y el sol no dejan de ser una mala combinación porque es muy difícil ponerlas en orden para que la gente disfrute sin complejos. Es fácil que no se piense en el riesgo de los rayos solares sobre la piel, en los problemas derivados de la falta de sueño por culpa del trasnoche ni en las consecuencias de la subida del colesterol ante comidas menos saludables. Pero como se vive al día, lo que menos importa es el futuro. Es el presente el que vale. El de las inauguraciones de plazas a medias, el de la llegada de autobuses como remiendos, el de los parcheos de calles sin arreglos definitivos, o el de poner en solfa una actividad cultural tan poco atrayente como minimalista. Una cosa es que, por subirnos al carro del veraneo, queramos parecernos a las grandes ciudades, y otra muy diferente, que se hagan cosas por seguir la corriente veraniega que es capaz de vivir a tope sin mirar las consecuencias. O quizás, más bien sea, lo mismo de siempre. Que se prefiere que las cosas sigan su rumbo sin preguntarse el cómo se están haciendo, el porqué de algunas decisiones o el cuándo hacer las cosas para que tengan sentido y viabilidad. Mientras tanto, a felicitarnos por la llegada de un verano más. Aunque sea en Jerez.

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