AYER vi un genial capítulo de Doraemon (créanme, lo prefiero, con mucho, a Breaking Bad) en el que el gato cósmico entrega a Nobita un botón que reviste un poder mágico asombroso: basta apretarlo para que la persona cuyo nombre se pronuncia en voz alta desaparezca sin dejar rastro. Nobita lo emplea para librarse de los niños abusones del colegio, pero al hacerlo descubre que, cuando éstos se esfuman, se llevan consigo toda huella y toda memoria de ellos en la tierra: ni sus maestros, ni los otros niños, ni siquiera sus padres recuerdan a aquellos de los que Nobita ha logrado zafarse con sólo apretar el botón. Como si nunca hubiesen existido. Como verán, la historia encierra mucho más que un mero pasatiempo infantil. El sueño de pulsar ese botón para que los elementos molestos se evaporen sin que ni siquiera quede de ellos su pasado ha alimentado el ejercicio de la política en los sucesivos imperios desde, al menos, el Renacimiento; pero pocas instituciones se han mostrado tan dispuestas a llegar hasta el final en este empeño como la Unión Europea; y, así ha sucedido, singularmente, en el espinoso asunto de la inmigración ilegal, tal y como ha venido a demostrar, de manera tan rotunda, la tragedia de Lampedusa.

El argumento político del club de la UE ante los 17.000 inmigrantes que han perdido la vida en las últimas dos décadas intentando llegar a Europa en aguas del Mediterráneo (y también del Atlántico, que Canarias es tan Europa como Madrid, por más que le colgaran la etiqueta de región transfronteriza), después de haber enriquecido a las mafias que bien se han aprovechado de ello, ha sido pulsar el botón. Pretender borrar la tragedia, como si no hubiera pasado nada. Ni siquiera ocultar el problema: mejor sustraerlo de la realidad. Mientras en Algeciras y Almería muchos vecinos colaboran altruistamente con la Cruz Roja para paliar el sufrimiento en la medida de lo posible, la UE hace la vista gorda con los ministros italianos que reclaman la espantá de las pateras a tiros, así como con la obsesión francesa contra los gitanos. Y mientras la ultraderecha se abre camino en Noruega y Grecia, el club se cruza de brazos. Allá se las apañen italianos y españoles con su problema. En cualquier caso, ésos que mueren ahogados no son de los nuestros.

El papa Francisco es quien ha ofrecido el mejor diagnóstico con una sola palabra: vergüenza, que es lo que asalta al culpable cuando su tarea de tapar la mierda queda en balde. Por cierto, el botón de Doraemon fue inventado por un tirano del futuro para eliminar a quienes le estorbaban. Pues eso.

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