HACE poco, un cuidador de ancianos pedía perdón en la tele por haber dejado morir a unos viejos dentro de un coche, olvidados durante horas. Sincero, con lágrimas en los ojos, contaba lo que había pasado con verdadero sufrimiento. Producía más compasión que rechazo oírle.

Se había olvidado de los viejos porque la sociedad rechaza la vejez y se olvida de ella, puro mimetismo. Se olvida el vocabulario políticamente correcto, que la niega, llamándola "tercera edad". Se olvidan los horarios laborales, absolutamente incompatibles con el cuidado de un anciano enfermo. Se olvidan los que hacen unas casas diminutas en las que apenas cabe una pareja sin hijos. Se olvidan los que prejubilan de una tacada a media empresa con apenas cincuenta y cinco años convirtiéndoles en viejos prematuros. Se olvidan los que diseñan las ciudades de una manera hostil, llevándose al extrarradio la vida social y los organismos públicos. Se olvida la legislación que protege al niño, a la mujer, al discapacitado, pero ignora al anciano. Se olvida, en definitiva, una sociedad que festeja el dinero fácil, los cuerpos musculosos y la belleza efímera aunque sea falsa y paralelamente esconde la fealdad y desprecia el esfuerzo y la experiencia. Nos olvidamos todos, salvo para decir chorradas tales como que, "la vejez no tiene nada que ver con los años". Y una porra. Qué se lo pregunten a cualquier viejo sincero.

La vejez nos desarma, nos vuelve vulnerables. Inspira una especie de ternura que descorazona. Produce incomprensión a veces. Quizás por eso debería de volvernos más humanos, menos indolentes.

Para qué ese empeño médico actual por alargar la vida sin más. Me gustaría que los investigadores descubrieran un bálsamo que dignificara la vejez, aunque solo fuera para dejar un recuerdo acorde a la vida que hemos llevado. Un bisturí que anulara el dolor y nos hiciese sentirnos queridos hasta el último día.

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