Gafas de cerca

josé Ignacio / Rufino

'Vintage, mon amour'

Ariesgo de pasar por melancólico, recordar la volea de John McEnroe o el juego de muñeca de Vitas Gerulaitis hace que a uno le resulten un plomo la mayoría de los partidos de la ATP, donde los pegapalos -pocos por debajo del 1,90- parecen clonados. Ni el niñato irlandés ni el playboy griego -en verdad, neoyorquinos los dos- ganarían hoy dos sets al número treinta del monocorde ATP de hoy. Sacar del cajón de la memoria la panza de Rodríguez, delantero de aquella mítica selección de les Bleus, o la apostura del pijo Christopher Robert Andrew con la Rosa inglesa hace que los cuerpos de los jugadores del Mundial de rugby en curso parezcan de otra especie de los que jugaban al mismo deporte hace treinta años.

Los hulk ultraveloces de hoy, esculpidos a base de pesas y proteínas selectas, son profesionales -no hay ya fontaneros ni bobbies-, y el poderío científico ha convertido el juego deportivo en algo impresionante pero completamente extraterrestre, y no deja mucho lugar a los destellos de magia y talento. Eso sí, con la mitad del bestial equipo neozelandés de hoy bastaría para fundir a los quince capitaneados por Philippe Sella o Gavin Hastings.

Cabe decir otro tanto de la eclosión de cuerpos depilados hechos en gimnasio, que permite que uno que nació para fofo o para enclenque engañe a su ADN (y a más de una incauta o incauto, que no percibe los riesgos del pasado acomplejado de algunos sujetos). Todos iguales; como sucede con esa nueva especie de mujeres que parecen todas hermanas a base de bótox y rinoplastias. O con unas pastillas a punto de salir al mercado que supondrán para la salud de cualquier sedentario los mismos beneficios que ir tres días al gym en semana. Qué decir del fútbol.

Con pocas y honrosas excepciones, ¿hay algo más soporífero que un partido de la Liga BBVA? Para un Madrid o un Barcelona, jugar un partido de Copa en el albero de un equipo modesto andaluz era algo muy complicado. Los campos tampoco drenaban antes cualquier diluvio como ahora, y eso hacía que los equipos grandes temieran visitar los campos del norte, donde las calvas y los charcos en el césped decantaban los marcadores a favor del más débil, pero mejor adaptado al medio y alado por la épica tribal.

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