HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

Vísperas

MAÑANA termina el largo ciclo festivo que comenzó en Adviento, y hoy, su víspera, no es día para hablar de las crueldades e injusticias escandalosas que nos llega del mundo; ni del deterioro de la sociedad cercana, cogida sin preparación en el vértigo de las prosperidad, danzando en la fiesta en los bordes del abismo. Hoy es día de ilusionarse; pero, ¿cómo? Sí, de dar ilusión a los demás aunque nosotros no tengamos solución. Cada uno sabrá cómo hacerlo, pues todos hemos vivido la noche ilusionada de Reyes y conocemos el valor de la fe en la fantasía y en los personajes milagrosos venidos de tan lejos, pensando en nosotros, para traernos un regalo. Mundo maravilloso cuando aún no habíamos descubierto nada y todo tenía una explicación angelical y celeste, y la vida era eterna porque los Reyes volvían, como vuelven las estaciones y el sol, la luna y los planetas.

Siempre fui torpe, creo, para darles ilusiones a los demás, y debe ser porque los demás no conseguían fácilmente ilusionarme. Mis ilusiones eran a solas pensando en castillos imposibles sobre lagos de niebla, hadas madrinas que concedían deseos con trampas, y casitas de chocolate que nos atraían a la maldad escondida. Romances antiguos de damas y caballeros que se querían, pero todo se enredaba de tal modo que sólo al final de muchas vicisitudes conseguían reencontrarse para vivir un amor del que nada sabíamos, porque el romance terminaba con el reencuentro salvadas las dificultades. Mirar el cielo de la noche y las nubes del atardecer tenían más misterios o complementaban las fantasías. Los niños que conocí en el colegio no estaban a mi altura en cuanto a imaginación. "He encontrado -me decían nerviosos de alegría- un nido de jilgueros, ¿quieres verlo?" ¿Qué tenía de extraordinario un nido de jilgueros?

Fue un mundo extraño en el que mi deseo de fantasía, de imaginación y de belleza que se nos inculcaba en mi casa, tuvo que convivir con el realismo circundante, no exento de los mitos supersticiosos de las fuerzas oscuras de la tierra. Las creencias populares en leyendas y brujerías -prohibidas en mi casa hasta la sola mención por ser propio de gente inculta- no eran luminosas y esperanzadoras, sino hacedoras del mal, de todos los males para los que no había remedio. Los niños que buscaban nidos y creían en brujerías y en el hombre de saco que robaba niños para sacarles la sangre, no creían en los Reyes Magos. Yo sí. No tanto como mi familia pensó cuando yo también tuve fingir, para que los mayores y los más pequeños tuvieran una ilusión: los mayores, la ilusionada noche que preparaban; los más pequeños, la ilusión verdadera de los milagros. Un mundo mágico de inocencias infantiles que nos hizo mejores y que hoy recordamos como una de las grandes pérdidas de la vida.

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