El mero hecho de estar tirado en la playa, decimos los humanos en estos tiempos, es vida. Leer lo es. Ser improductivo en los días festivos y las horas muertas también. Un abrazo, una sonrisa y una mirada no es que sean vida, además, la regalan. Y, por supuesto, nada mejor que un gol de tu equipo en el minuto 90. Sin embargo, la vida también debe ser una tediosa tarde de domingo sin saber qué hacer. La siesta obligada porque ningún plan consigue consolidarse y las paredes de una casa que te consumen. Incluso las semanas y meses en los que crees que el suelo es lo único que puedes mirar porque el fracaso está contigo son vida.

Como los ciclos económicos crecen y decrecen o como la marea va y viene. Como una carrera de motos, en la que no gana el que más aprieta, sino el que mejor maneja los acelerones y los frenazos. Como los pequeños que disfrutan de la caída en la montaña rusa.

Quizás eso sea la vida: una sucesión de hechos de los que somos meros espectadores a la par que protagonistas, donde lo importante es mantenerse constantemente conectado a la realidad. Vaivén. Gloria y fracaso.

A veces asemejamos no tener vida a trabajar durante un largo periodo de tiempo o a estar cabeza gacha. Pero es vida, por mucho que reneguemos de ello y queramos cambiarlo. Porque vivir es algo más que sentir latir el corazón. Vivir es demasiado.

Sin embargo, todo tiene su final. La vida se acaba, casi siempre sin darnos cuenta. Como la última vez que jugamos en la plazoleta a la pelota o la vez que dimos un último abrazo. Sin saberlo, sin esperarlo. Todo, menos la frecuencia cardíaca, se vuelve plano. Porque la vida, en ocasiones, se agota antes de que se pare el corazón. Y quizás eso sí que no sea vida. Ahí, estimada Eutanasia, mejor poner el punto final.

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