Ahora que diciembre adorna sus calles con villancicos y papeles de regalos, que a nadie se le olvide que el Rey de Reyes vuelve a nosotros para nacer por estas fechas.

En mi caso, el Hijo de María no lo hace en un portalito oscuro y llenito de telarañas, sino en el rincón más amplio de mi corazón.

Y es que, yo creo en Él.

Al igual que creo en las olas del mar y en los abrazos que calman la ansiedad.

Al igual que creo en la lluvia, en los libros o en los coloretes pintados con la luz de febrero.

Al igual que creo en la falsedad, en la mentira y en la maldad de los que un día osaron llamarse amigos míos.

Yo creo en Él, en Jesús de Nazaret.

En ese Mesías que fue enviado a esta tierra de arena y cal para dar su vida por la mía, por la tuya, por la nuestra.

El mismo que conoció todo lo oscuro que abarca el alma humana, de ahí que fuera vendido por treinta monedas, negado por sus discípulos, maniatado sobre un madero.

Como diría aquel, déjenme con la locura que supone amarlo, que al amarlo me vuelvo menos loco.

Jesús vuelve a sonreír para ser el refugio de la Humanidad, para hacerse grande entre los que miran el mundo sabiendo que, sin Él, nada tendría sentido, para allanar este camino de espinas y de rosas que a veces es la vida.

Pero no se engañen. Búsquenlo en las pequeñas cosas. En las pequeñas miradas. En los pequeños gestos.

Ábranle la puerta. Déjense acariciar por su voz. Desnuden sus miedos ante la sencillez del mejor de los nacidos.

Y disfruten -aunque detesten los pestiños-, del brindis de los que nos rodean, del recuerdo de los que se fueron, y del nacimiento del Hijo del Carpintero.

Feliz Navidad…

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