Dada la falta de principios de los últimos años nos estamos acostumbrando a normalizar lo que es, a todas luces, una oda a la superficialidad. Mucho ruido y pocas nueces, porque, aunque las zambombas tengan su rigor, y su catadura moral, lo cierto es que no deja de ser otra fiesta más a la larga lista. Una fiesta pagana invasora de las tierras Santas, que está embadurnando de barro lo que toca con una serie de personas superpuestas en el límite de los deseable. Si es verdad, que el quejío o el esfuerzo de garganta están mediatizado por las ganas de fiestas después del famoso verano pero la zambomba no es solamente un canto a la luz de la hoguera, sino una fuente de ingresos para muchos colectivos, pasando el tiempo entre ascuas para engañar a estómago y cerebro en el frío solsticio de invierno. Un bien internacional que al ser un ente trascendente se convierte en representante de un pueblo y de una tradición para todos los demás pueblos del planeta, aunque no deje de coexistir con la historia de sus anteriores instrumentos. Un bien internacional y cultural que ha acabado por sucumbir a los encantos del consumismo, de la fiesta por norma y a los engaños de producción, y contra el que es difícil actuar. Ahora que están de moda los balones de oro, las estrellas Michelin y otros saraos, no estaría de mal concienciar sobre lo que a todas luces sea un bien para nosotros. Bienes de interés que sean reales, eficaces y cotidianos, sin que tengamos que rasgarnos las vestiduras. Habría que preguntarse si gastamos las mismas energías en vivir con estos otros bienes, los auténticos, los que aún no tienen el diploma, pero que poseen en su haber una gran cantidad de emociones y valores que son indescriptibles. El respeto, la solidaridad, las ganas de ayudar, la alegría, etc. Por ejemplo.

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