No pierdo la esperanza. Como en 2019 hay elecciones municipales, tengo la corazonada de que, con un poco de suerte, antes de que llegue la primavera pase una cuadrilla de barrenderos por mi calle y retire los restos de la fiesta de fin de año, que siguen ahí, animando la acera semanas después de sonar las campanadas, como una metáfora de la propia existencia, pues nos recuerdan por un lado la inapelable fugacidad del tiempo, pero por otro, nos revelan que hay pequeñas cosas -como el confeti y las colillas- que participan de la eternidad (sobre todo si se tiran al suelo y nadie las recoge.)

Coincide esta dejadez municipal para las tareas de limpieza con la publicación en el New York Times de una lista con los mejores destinos para hacer turismo por el mundo. Y no sé hasta qué punto harán caso los lectores de las recomendaciones que saque ese periódico sobre los sitios a los que hay que viajar pero, por si las moscas, habría que ir poniendo manos a la obra porque, entre esos destinos fabulosos, aparece Jerez, y tampoco es plan de recibir a esos neoyorquinos y que esto lo tengamos hecho una leonera.

No seré yo quien discuta que nuestra ciudad cuenta con atractivos suficientes como para venirse desde Manhattan a pasar las vacaciones. Pero no hay que olvidar tampoco un detalle: aparecer en tan distinguida lista, junto a Puerto Rico y las Azores, comporta una responsabilidad enorme, ya que el anfitrión perfecto no suele disimular la roña debajo de las alfombras.

En la recomendación del New York Times se habla de nuestros vinos prodigiosos, de esos restaurantes donde se come divinamente y de los embrujos del flamenco, pero apenas se hace referencia a la cuestión arquitectónica. Menos mal. Y no porque estemos escasos de edificios con empaque, sino porque ese paisaje de la desolación en que se convirtió hace tiempo el casco histórico podría hacer pensar al turista que nuestra ciudad es bombardeada un fin de semana sí y otro no.

Si en la Divina Comedia, Dante necesitaba transitar por otros mundos para ver el contraste que existe entre los círculos del infierno y las regiones celestiales, los que vivimos en Jerez no tenemos ni que salir del pueblo para experimentar ese pulso cósmico que se entabla entre la cochambre y la grandeza. Basta con darse un garbeo por los barrios de intramuros para entender que si en los jardines de Versalles instalaran un vertedero de basura, el impacto visual no sería mucho mayor que el que se sufre al pasar por ese Jerez arrasado, donde los blasones llevan guarnición de mugre y donde se entabla una lucha desigual entre lo divino y lo marrano.

Pero no hay que preocuparse por el estropicio de ciudad en la que se convirtió Jerez hace años, porque a lo mejor la clave para atraer turistas está justo ahí. ¿No va la gente a Pompeya? Pues quizás vengan aquí, donde hay tanta ruina o más, y sin que tenga que entrar en erupción ningún Vesubio.

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