Es una lástima que no existiera entonces. Cuando yo iba al colegio no había nada parecido al veto parental. A mí me habría encantado que mis padres, firmando un simple papel para protegerme de las enseñanzas perniciosas, me hubieran librado del suplicio rugiente que era la marquetería, o me hubiesen mantenido alejado de aquellas clases de flauta que, por terribles que fuesen, no eran peores para la salud mental que los sermones del señor director.

Pero el veto parental del que tanto se habla últimamente no va por ahí. Los padres que reclaman ahora mayor control sobre las enseñanzas que reciben sus hijos no pretenden librarlos de ir a todas las clases. Lo único que reivindican es mantener a las criaturas apartadas de las inmoralidades que les pudieran infundir en forma de educación sexual, de principios demasiado democráticos o de ideas más modernas de la cuenta.

La exigencia de implantar semejante veto nos invita a pensar que los institutos se han convertido en bacanales con timbre y que los colegios en el fondo son unos nidos de depravación donde los columpios solo sirven de tapadera para disimular que, entre un rito satánico y el siguiente, aprovechan las maestras para preparar los cubatas a los niños que no hayan traído nada de beber en la mochila.

Es indiscutible que la educación pública en España puede parecer bastante licenciosa, sobre todo si se compara con la que estarán impartiendo ahora mismo en un colegio cualquiera de Teherán. Y probablemente para muchos testigos de Jehová será aberrante que a un hijo suyo lo adiestren desde un sistema educativo donde las transfusiones de sangre ni siquiera estén mal vistas. Pero habría que tranquilizar a esos padres un poco temerosos porque quizás haya profesores que ya no van a misa los domingos. En un momento dado puede hasta que la directora del centro esté divorciada. Pero también hay que reconocer que en las aulas, a día de hoy, no han sustituido los crucifijos por retratos de Calígula ni entre el material escolar deben llevar los alumnos, junto a la escuadra y el cartabón, un muñeco para el trabajo de vudú de fin de curso.

Hay que reconocer que en las escuelas españolas se adoctrina sin parar y que, mucho antes de aprender a leer, ya les han inculcado a los chavales que no se hurguen la nariz, que no rompan los cristales y que procuren no meterle el lápiz en el ojo al compañero de pupitre. Pero siempre habrá un margen para las peculiaridades de cada familia. Aunque se adoctrine en valores más o menos aconfesionales, al que entiende que comer cerdo es monstruoso no se le amarra a la silla ni se le obliga a tragar jamón hasta que escarmiente. Al que piensa que la poligamia es una bendición de Dios no se le castiga escribiendo cien veces: "No me casaré con más mujeres de las que permita el Código Civil". Y al que cree que la Tierra es plana tampoco lo expulsan quince días. Lo peor que le puede pasar es que suspenda Geografía. Y a lo mejor, ni eso.

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