Columna de humo

José Manuel / Benítez Ariza

Se acabó

PARECE claro que los días dorados de Internet están contados. El diario británico The Times ha anunciado que pondrá en marcha un "innovador" sistema de pago por el cual acceder a su página web costará más o menos lo mismo que comprar el periódico en un quiosco. Y se pagará de la misma manera: en calderilla, es decir, abonando en el momento una cantidad similar a la del precio del periódico de papel. En otros lugares del mundo, como en China, se ensayan con éxito mecanismos de censura global, que remodelan la Red a la medida de los designios del gobierno. A unos les preocupa perder dinero, a otros perder el monopolio ideológico.

Quien esto escribe se siente tentado, en principio, a condenar tajantemente lo segundo y a otorgar una matizada aprobación a lo primero. Pero ¿y si una y otra cosa fueran lo mismo? Pasa con esto lo que con la revolución sexual de los años setenta: llegó el SIDA y se acabó la fiesta. Claro que, apoyándose en el mismo símil, habrá quien diga que la fiesta puede continuar, pero con algunas reglas. En el caso del sexo, éstas son de naturaleza higiénico-sanitaria; en el que nos ocupa, simplemente habrá que pasar por caja. ¿Es justo? No sé. Antiguamente, a un músico sólo se le podía escuchar en persona. Se inventaron los medios para que sus actuaciones se grabaran y pudieran reproducirse en cualquier parte y nació una poderosa industria que multiplicó las ganancias del músico en cuestión y, además, generó unos cuantiosos beneficios para sí misma. Ahora un nuevo avance de la tecnología priva a esta industria de su particular gallina de los huevos de oro: cualquiera que posea un documento sonoro o visual digno de ser compartido puede ponerlo al alcance del mundo entero, y hacerlo por un procedimiento que, formalmente hablando, es idéntico al que rige el intercambio directo entre particulares. Para entendernos: como cuando le prestamos un libro a un amigo, en la seguridad de que no por ello vulneramos los derechos de la editorial o del autor, que así se ven privados de la venta de un ejemplar. El problema es: si esto se generaliza ¿de qué van a vivir los creadores de los productos susceptibles de ser intercambiados de este modo?

Sea cual sea la respuesta, el estado actual de la cuestión es el descrito en el primer párrafo: los días de absoluta libertad en la Red se acaban. Dentro de algunas décadas podrá contarle uno a sus nietos que hubo un tiempo en el que, cuando a uno le apetecía escuchar una canción o ver una película, se acercaba al ordenador, trasteaba un poco y en cuestión de minutos (o de horas, en fin, porque también en esa época dorada de las descargas indiscriminadas había sus limitaciones) el deseo se veía satisfecho. Algo así como hacer el amor en una comuna de hippies. Claro que también eso era agotador, como cuentan algunos hippies de entonces.

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