En días pasados pusieron en la televisión el caso de una influencer negacionista que declaraba sin tapujos que sentía tener varios demonios dentro. Lo que sin duda poseía era un extravío absoluto del buen juicio. La chica en cuestión me generó tal angustia que miré de reojo a mis hijos y no pude reprimir el deseo de darles un repaso de todos los valores que les he inculcado desde que nacieron. Así, como si fuera la última vez que me dirigiera a ellos, fui hilvanando una serie de conceptos anteponiendo la condición de que no los olvidaran.

Muy poco de lo que el mundo ofrece a los jóvenes de hoy va encaminado a hacerles reflexionar en el sentido de sus vidas. Casi todo lo que reciben del exterior es banal, dirigido a incrementar el ego, las satisfacciones terrenas y la inmediatez de momentos de éxtasis que una vez que pasan les arrojan a una vaciedad interminable.

Hace años que la sociedad decidió abandonar la formación interior del individuo haciéndole creer que solo hemos nacido para ganar dinero, para buscar el poder y para no dejar pasar ni un minuto de placer, de esos que una vez que se apaga la llama, no dejan ni humo, ni cenizas. Yo siempre tuve claro que no quería eso para mis hijos, por eso les recordé que tenían que vivir de manera profunda, sin dejarse engañar por el oropel y las luces, sino teniendo la firmeza de una estructura basada en sus principios, sus creencias religiosas, su apertura a la vida y el compromiso de ser útiles en lo personal, laboral y social.

El ser humano no ha venido al mundo para hacer el tonto, para alinearse con la primera ideología absurda que se le cruce por delante o para simplemente pasarla bien. Ha venido porque tiene un propósito, porque para los que somos creyentes, ha sido creado por Dios para, entre otras cosas, ser luz en medio de las sombras, hacer felices a los suyos, procrear y formar personas dignas y con cimientos sólidos que no se amedrenten ante el primer temporal ni ante el primer revés. Tomad nota hijos, por si acaso no os lo puedo repetir

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