Los días de lluvia me resultan especiales. Me gusta ver caer el agua tras el ventanal, beberme una copa de vino y escuchar a Rachmaninoff. Las miles de gotas que se precipitan desde el cielo se deslizan dentro de mis recuerdos trayendo con ellas una nostalgia dulce que ocupa todo mi espacio. La nostalgia es como la paleta de un pintor, tiene una gama de colores con los que se puede representar una vida en unos cuantos trazos. Porque la existencia es así de simple, se deja capturar por un pincel y plasmar sobre un lienzo. A la nostalgia nada le es ajeno, se conoce todos los secretos, todos los callejones y todas las contradicciones que habitan dentro de mí. Llega sin avisar trayendo un abanico de experiencias dormidas que llenan de sentido el aquí y el ahora. Se cuela entre las grietas de los deseos y entre los despertares inciertos trasladándome a lugares recónditos donde la niebla de los años ha establecido su guarida. No hay manera de detenerla, es como una senda que se abre ante mis ojos y me invita a recorrerla de su mano. Es, en cierto modo, seductora. No en vano ha enamorado a los poetas, que tejen verso a verso entre sus redes. Es como una tarde despejada que abraza a un mar embravecido hasta que le tranquiliza. Luego, se queda junto a él para contarle las historias felices que ha olvidado, para rescatarle los sueños que creía perdidos y para iluminar con sus tonalidades las realidades hirientes. La nostalgia es capaz de rescatar a cualquiera de la locura. De esa locura de anhelar lo prohibido, de escuchar el canto de lo imposible y de conjugar el destino en un tiempo equivocado. Hace que todo vuelva a su sitio, que todo se acomode debidamente. Con ella y con la lluvia llegaron a mí los acordes de un bolero perdido en la memoria que empezó a susurrarme tímidamente al oído: "Tú me acostumbraste a todas esas cosas y tú me enseñaste que son maravillosas, por eso me pregunto al ver que me olvidaste, por qué no me enseñaste cómo se vive sin ti".

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