Recorrimos tan apresuradamente aquellas calles que nunca fuimos capaces de apreciar el suelo que pisamos. Era el clásico, y maltratado, adoquín de canteras como las de Gerena, de técnica artesanal y de sutil riqueza cromática, más allá del gris impersonal, con una gama que iba hasta tonos ocres y rojizos. Indudablemente, aquel adoquinado nunca fue concebido para padecer tanto tráfico… ni tan poco mantenimiento. Un día los conductores nos percatamos que pasar sobre él ponía en serio peligro la suspensión de nuestros vehículos y el Ayuntamiento decidió (por fin) actuar. La propuesta fue sustituirlo por el asfalto, ya empleado a modo de ensayo en la plaza de las Angustias. Aunque se escucharon voces en contra, que llevaron a demorar la decisión, el gobierno municipal sabía que contaba con el apoyo de colectivos como taxistas, por razones obvias, y comerciantes, que exigían lógicamente obras rápidas con el mínimo impacto posible en sus negocios. Pero, si sus posturas eran hasta cierto punto comprensibles, detrás de ellas se dejaba entrever una incapacidad para entender el verdadero concepto de lo que es un centro histórico, sus "incómodas" singularidades, no asimilables a una gran superficie comercial. Aún resuenan en mi cabeza sus frases en defensa del asfaltado: "hay que adaptarse a los nuevos tiempos que vivimos" o "la vida evoluciona y nosotros también tenemos que hacerlo". Palabras que podían haber salido de los peores años del desarrollismo. Y, mientras, los partidos de la oposición permanecieron entre la apatía y las ambigüedades. Sólo los ecologistas hablaron de la insostenibilidad del asfaltado. Sin duda, no evolucionamos.

Hoy la calle Corredera ofrece un negro paisaje. Una caravana de autobuses discurre rauda por ella. Al exterior de cada uno puede leerse en grandes e irónicas letras: "Jerez Ciudad Sostenible".

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