Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 18)

'El caminante sobre el mar de nubes', del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich (1818).

'El caminante sobre el mar de nubes', del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich (1818).

Mencía no esperaba la propuesta de matrimonio que le había hecho Álvaro y pasó la noche en vela tratando de dilucidar si la aceptaba o no.

Se repetía que Álvaro significaba una presencia real que daba sentido y razón a su vida, en tanto que Jacobo –esa era la verdad– no constituía más que una quimera, un amor construido sobre recuerdos que, después de dar a la memoria su obligatorio diezmo de mentiras, parecía el amor perfecto… Y, sobre todo, que aceptar ese ofrecimiento le permitiría escapar de España y, por tanto, del compromiso de casarse con el hijo del conde de Henestrosa. “Le diré que sí” –se dijo, mientras se acomodaba entre las sábanas–.

No sabía qué hora era, pero calculó que faltarían dos o tres para el amanecer. Acababa de cerrar los ojos cuando la asaltó el recuerdo de Jacobo y, junto con él, un pinchazo en el pecho: “No puede ser. La maldita espina de siempre” –se dolió–. Y es que desde que se marchó Jacobo, cada vez que le venía a la memoria, su recuerdo era una espina corriéndole por la sangre.

Lo cierto es que, como pensaba en él tan asiduamente, esa espina había llegado a convertirse en un miembro más de su cuerpo: un hueso puntiagudo, un tendón afilado, un glóbulo de cristal... Todo cambió, sin embargo, cuando conoció a Álvaro. Y mucho más tras besarlo por primera vez. Desde entonces, el recuerdo de Jacobo había ido espaciándose en el tiempo; por eso aquel pinchazo la había cogido tan de sorpresa.

Aunque menos doloroso le resultó sentir la clavazón de esa espina que las preguntas que le vinieron enseguida: “¿Con quién se estará riendo ahora? ¿Estarán sus manos en otra piel; sintiéndose su boca en otra…?”

Doliéndose de ellas y de otras parecidas pasó el resto de la noche.

Después del desayuno se fue hacia el cuarto de muestras, donde supuso que estaría Álvaro. No se equivocó. Nada más verla aparecer, Álvaro se fue hacia ella. Cuando la tuvo cerca descubrió en su cara los desvelos de aquella noche. Le cogió las manos y notó que le temblaban. Mencía lo miró fijamente a los ojos y dijo con voz serena:

–No puedo casarme contigo, Álvaro. Te quiero sin sombra de duda, pero es como si mi corazón fuese un patrón en el que hubieran injertado como yema el de Jacobo… Sabes bien lo que quiero decir. Lo hemos practicado muchas veces en las cepas… No te mereces un corazón agarrado en otro.

Álvaro sintió que todo se le desvanecía por dentro y le rogó angustiado:

–Recapacita, por favor, Mencía. Ese amor de Jacobo no existe: lo has creado tú a golpe de soñarlo.

–Puede ser –respondió ella–. Me he repetido eso mismo esta noche y, después de reflexionarlo mucho, ni siquiera he sido capaz de discernir si a quien de verdad amo es al Jacobo real, de carne y hueso, o a ese otro imaginario que, como tú dices, he creado… Pero, verdad o mentira, tengo su amor aquí dentro, bien plantado en mi pecho.

Álvaro no respondió. Le soltó las manos y se dirigió a las cuadras. Se sentía el corazón trizado. Ensilló la yegua castaña y se fue hacia el Haza de las Trébedes diciéndose: “Qué necedad, Mencía. Por una mentira, destruyes esta verdad de lo que por ti siento”.

La actitud de despecho de Álvaro era comprensible, pero con ella demostraba lo poco que conocía el corazón de Mencía. Creía que ella se había limitado a elegir entre dos amores, pero se equivocaba: al decirle Mencía que no, no estaba en realidad rechazándolo, sino defendiéndose… de su padre.

Ya antes de nacer Mencía, el marqués tenía trazado el camino de su vida. En uno de sus tramos había colocado, por ejemplo, el matrimonio de ella con el hijo del conde de Henestrosa. De la misma manera que para confinar el ganado y encarrilarlo hacia los prados más fértiles de su finca había construido en ella pasos canadienses, también en la vereda que había diseñado para su hija abrió zanjas que, al no poder salvarlas, la obligaran a seguir otra que la condujeran inexorablemente al destino fijado por él.

Quizás Mencía hubiera podido perdonarlo si esas zanjas las hubiera abierto solo para fortalecerle el carácter; pero no era así, sino que buscaban sobre todo encauzar sus sentimientos: su padre no le permitía más afectos que los que él aprobara… Y aprobaba muy pocos.

Fue así desde niña. Bastaba con que le pareciera al marqués que había demasiado apego entre su hija y una institutriz para que se apresurara a entregarle a ésta dos cumplidas cartas: una de despido y otra de recomendación. De ahí que una de las imágenes más repetidas de la niñez de Mencía fuera la de ella en un balcón llorando y despidiendo a una mujer con sombrero oscuro y un bolsón triste en cada mano.

Lo mismo ocurría con los animales. En cuanto consideraba que su hija sentía predilección por alguno, o lo ponía en venta o mandaba a un gañán que se deshiciera de él. “El cariño –repetía a menudo–, para los humanos; a los animales, caricias… Y después de cada caricia, un palo”. Y soltaba una risotada.

Cuando niña, Mencía siguió obedientemente el camino que le fue marcando su padre. Quizás, porque era una niña dócil; quizás, porque las lindes y veras de ese camino estaban plantadas con mil flores. Sin embargo, toda su obediencia y toda esa fascinación desaparecieron cuando conoció a Jacobo.

Desde ese mismo momento, ni pasos canadienses, ni zanjas, ni lindes ni veras floridas, sino Jacobo. Solo Jacobo. Sus institutrices admiraron siempre su aplicación en los estudios. Ese interés no solo no decayó con el amor, como ellas auguraban, sino que se acrecentó. Y es que Mencía, enamorada por primera vez, empezó a darle a las asignaturas un valor nuevo y emocionante: convirtió así a la Historia en los días compartidos con Jacobo; la Aritmética, en las horas que restaban para verlo; la Geografía, en el camino hasta casa de don Julián; la Lectura y Escritura, en los papelitos que se cruzaban; la Música, en la cadencia de la risa de él…

Para ella, Jacobo no era solo la causa y el destino de esa desazón nueva y maravillosa que se le agolpaba en el pecho, peleando por escapársele por los ojos, las manos y la boca, sino que era sobre todo un cómplice con el que poder evadirse de la recta vereda abierta para ella por su padre.

El amor de él le había dado el ánimo que necesitaba, no solo para correr libremente por la vida sin sujeción a otro sendero que el que ella misma abriera, sino hasta para frustrar esa antigua aspiración del marqués de ser el único amo y administrador de sus afectos.

Sería injusto pues censurar a Álvaro por considerar una necedad el rechazo de ella a su proposición de matrimonio, ya que nada de esto que estamos contando conocía… Y menos aún podía imaginar que Mencía hubiera hecho de Jacobo un baluarte, una defensa. En su recuerdo tenía acumulado todo lo que la protegía de su padre: aliento, fuerza, coraje, furia, esperanza… y, sobre todo, un amor que él desaprobaba.

La vida de casi todas las mujeres de su tiempo se resolvía en una elección entre venderse o entregarse; ella había elegido... rebelarse.

Mientras Álvaro se lamía su dolor como un animal herido, sentado sobre la misma roca, al pie del lentisco, en la que la besó por primera vez, Mencía continuaba en el cuarto de muestras de la viña, mirando a través de la ventana a un cernícalo que componía el equilibrio de su vuelo. Se preguntaba por qué se sentía tan descansada y tranquila, como si se hubiera desembarazado de una carga pesada y agobiante… No encontraba respuesta porque en la relación de ambos había habido –no tenía más remedio que reconocerlo– infinitamente más miel que sangre. Se odió al reparar en que, además del desengaño, había transferido otras espinas, mucho más punzantes, al corazón de Álvaro.

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