Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 19. Parte I)

La Fontana di Trevi en una postal de Roma de 1890.

La Fontana di Trevi en una postal de Roma de 1890.

Esos días de descanso –de las clases de música y de Giovanna– los dedicó Jacobo a recorrer la ciudad y a visitar a Enrico de Peruggia, que le había inculcado la afición por la filosofía, prestándole libros que después comentaban juntos.

Una de las mañanas en que fue a visitarle oyó voces procedentes del estudio del filósofo. Entró y lo encontró hablando con alguien a quien él no conocía. Enrico no se levantó, señaló con la cabeza a su acompañante y dijo a Jacobo:

–Te presento a Guglielmo Rinaldi. Es investigador como nosotros, aunque sus estudios tienen más que ver con los tuyos que con los míos. Es ingeniero eléctrico y tiene sus esfuerzos centrados en un proyecto que va a entusiasmar: recuperar las voces de Cristo en la cruz.

Jacobo repitió asombrado:

–¿Las voces de Cristo en la cruz? ¿Pero cómo es posible, las voces se pierden nada más pronunciarse y…?Lo interrumpió Rinaldi:

–¿Y el eco?

Jacobo lo miró detenidamente sin saber qué responder.

Rinaldi era un hombre joven. Vestía una elegante levita gris perla, camisa con cuello de paloma y plastrón de seda celeste.

Daba la impresión de que no se escapaba de su vista ni el polvo que flota en el aire. Parecía metido en sí, muy reflexivo, pero siempre atento a todo lo que le rodeaba, como un cigarrón de camino. Su cara era de rubio francés, desvaída y lírica, aunque, según le contó a los pocos días Enrico, su madre era de ascendencia irlandesa.

Seguramente sería por esa obsesión suya por tratar directamente con Jesucristo en la cruz por lo que daba la impresión de que miraba incluso por encima de sus ojos, desde el cielo de la cabeza, como si quisiera tener una perspectiva divina de todo.

Volvió a hablar Enrico:

–Perdona Guglielmo, no te he presentado a nuestro amigo. Se llama Jacobo y es español. Es discípulo de Farinelli, pero sus experimentos van dirigidos a convertir las fuentes en instrumentos en los que puedan interpretarse partituras de música. Es fascinante lo que ha conseguido. Ahora trabajamos los dos en un proyecto que te parecerá inverosímil: crear composiciones musicales que despierten en el auditorio el sentimiento que elijamos. Lo singular es que las partituras se interpretarán usando como instrumentos, fuentes.

–¿Y tú te sorprendes –contestó Rinaldi dirigiéndose a Jacobo– de que yo haga experimentos para rescatar las voces de Cristo en la cruz? Tu descubrimiento sí que es un prodigio, un milagro casi.

Jacobo le agradeció las palabras, pero todavía andaba atónito y maravillado por el proyecto de aquel joven con pinta de ungido y palidez de recién resucitado, que pretendía recoger en un aparato voces pronunciadas en su agonía, dos mil años atrás, por otro ungido y resucitado.

–¿De verdad crees que es posible recoger hoy sonidos de hace casi veinte siglos? –le preguntó–.

–Lo creo –respondió él–. Estoy convencido de que el sonido no se pierde nunca del todo, sino que se va desvaneciendo hasta hacerse inaudible, aunque solo para el oído humano. Hace poco conseguí la transmisión sin hilo de voces humanas y ahora los ingleses me han pagado una buena cantidad de francos para que establezca comunicaciones sin cable entre Dover y Wimereux, a través del Canal de la Mancha. Si esta transmisión del sonido puede conseguirse es solo porque las palabras viajan en el espacio y el tiempo… ¿Por qué no va a ser posible, por tanto, recoger palabras pronunciadas, en lugar de poco tiempo antes, mucho tiempo? A fin de cuentas, el tiempo es solo una creación humana, algo relativo.Jacobo se sintió admirado de aquella explicación. Enrico lo miraba divertido:

–La misma cara que tú tienes ahora –dijo– puse yo cuando me explicó su teoría.Rinaldi se rió.

–Teoría… –enfatizó–. La explicación que os acabo de ofrecer es demasiado simple. Como comprenderéis, científicamente es mucho más compleja. De hecho, no pocos de mis colegas se ríen de ella; unos a mis espaldas y otros en mi misma cara.

–Pero, entonces –siguió Jacobo, que no paraba de darle vueltas en la cabeza al proyecto de Rinaldi–, tú crees que la música que se oye no se absorbe por los oídos y en ellos se pierde, sino que sigue propagándose hasta el infinito.

–No es así exactamente, pero esa conclusión a la que has llegado es en realidad la base de mi teoría. He conseguido demostrar que el sonido se transmite a través de ondas que se producen al vibrar el aire. Más sencillamente: mientras exista aire, el sonido viaja, y solo se perderá cuando llegue a un espacio sin aire o cuando la vibración de este sea tan débil que no consiga moverlo. El sonido, por tanto, solo se extingue cuando se da cualquiera de estas dos condiciones; entretanto, seguirá vivo infinitamente.

Miró su reloj y dijo apurado:

–Se me ha echado el tiempo encima. He quedado con el ministro en diez minutos y no sé cómo voy a llegar en tan poco tiempo.

–Hazte voz y viaja a través de ondas –respondió el filósofo con sorna–.

Rinaldi sonrió. De pronto se quedó en silencio y dijo:

–Viajar a través de ondas… Tengo que pensar en eso.

Cuando salió dijo Enrico dirigiéndose a Jacobo:

–¿Ves? Un creador en estado puro. Ya no dejará de darle vueltas a esta idea, que era solo una broma. Cuando no es fruto de la casualidad, el progreso del mundo viene siempre de la mano de los curiosos. Las dos semanas transcurrieron muy lentas. En ese tiempo Jacobo hizo más frecuentes sus visitas a los monumentos de Roma que más le interesaban, las fuentes. Cada vez que contemplaba una encontraba un detalle nuevo de belleza exquisita, que le había pasado inadvertido antes. En él se demoraba, admirando el buen gusto de los italianos.

Es verdad que fuentes hay en todas partes, pero en cada lugar responden a una razón distinta. En las naciones árabes procede de una antigua nostalgia de los desiertos; de ahí que en la literatura árabe sea tan corriente encontrar poemas dedicados a un oasis o una cisterna. En Suiza, se diría que las ciudades quieren todas estar en los Alpes y que las fuentes solo aspiran a repetir las cascadas y los torrentes de la cordillera. En España, da la impresión de que –salvo excepciones– las fuentes son un mero recurso con el que llenar un espacio vacío.

Las fuentes italianas, en cambio, parecen satisfacer una necesidad de belleza. Recordaba Jacobo que Farinelli le había contado que la Fontana di Trevi era fruto de esa obsesión por la estética de los italianos: encontrando el Papa Urbano VIII la fuente construida por su antecesor Nicolás V poco hermosa, encomendó a Bernini que diseñase otra, deslumbrante. El primer cambio que insinuó el escultor y arquitecto se refería a su lugar de ubicación, proponiendo situarla justo enfrente con el fin de que el Papa pudiera disfrutar de su contemplación. A pesar de que todo el mundo se admiró de la belleza del proyecto, fue desechado. Sin embargo, un siglo después, el papa Clemente XII, encargó a Nicolás Salvi que concibiera otro capaz de ganar en primor al de Bernini. Para muchos, lo consiguió.

No resultaba, por tanto, extraño que la principal afición de Jacobo en Roma fuera visitar sus fuentes. En cada una encontraba un detalle inesperado y precioso. La fuente del Agua Feliz o de Moisés era su favorita. Sus tres arcos cerrados, escoltados por cuatro columnas de mármol cipollino y de brecha gris, y sus cuatro leones egipcios tenían atrapada su atención durante largos ratos.

Pero las fuentes no eran su único centro de atención. Además de ellas, frecuentaba los museos y ruinas, hacía continuas visitas a Enrico y escribía, casi a diario, cartas a sus padres y a Mencía. De vez en cuando, también alguna a don Julián.

Durante todo el tiempo que llevaba en Roma había venido recibiendo periódicamente cartas de sus padres, que leía con avidez. Deducía de ellas que todo marchaba en casa como siempre. Su familia vivía en esa rutina de fondo festivo propia de los pueblos del sur de Europa.

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