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Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 19. Parte II)

El compositor húngaro Mihály Mosonyi (1815-1870) retratado por Henrik Weber junto a su esposa.

El compositor húngaro Mihály Mosonyi (1815-1870) retratado por Henrik Weber junto a su esposa.

Lo que le tenía angustiado y entristecido era no haber recibido contestación a ninguna de las cartas que escribió a Mencía. Después de las primeras pensó que quizás su padre las retenía, ocultándoselas, y optó por escribirle una, incluyéndola en el sobre de la dirigida a sus padres. Al poco recibió respuesta en la que su padre le contaba que no había podido entregarla a Mencía porque andaba siempre de viaje con su padre. “El marqués –seguía explicándole– ha decidido que empiece a trabajar en el negocio familiar, puesto que ella será su única dueña cuando él y su mujer mueran”.

A pesar de su desaliento no dejó de enviar cartas a Mencía. Estaba seguro de que el amor de ambos seguía intacto.

Una tarde oyó un rumor en el patio y un trajín de criados subiendo y bajando. El maestro había vuelto de su viaje al extranjero.

En unos pocos minutos apareció en su habitación Farinelli con gesto de impaciencia.

–Tengo que contarte algo que puede cambiar tu vida.

Se sentó en la cama después de haber intentado infructuosamente hacerlo en la silla. Resopló y dijo:

–Hungría es un país encantador y muy culto. Soy feliz allí, como cualquiera que sienta interés por el arte. Pero no es de eso de lo que quería hablarte, sino del conde Veszprém-Kaposvár.

–No sé quién es ese conde, maestro –dijo Jacobo–.

–Es uno de los personajes más influyentes de Hungría y de los más ricos de Europa. Su mujer está muy enferma, ya que padece un envenenamiento de la sangre. Los médicos le han dado poco tiempo de vida. Lo siento porque la condesa es extraordinariamente amable y bondadosa. El conde la ama desesperadamente y como sabe que no podrá retenerla por mucho tiempo no cesa de concederle cualquier capricho, por costoso que sea. Fíjate que ha encargado al mismísimo Mosonyi que componga unas czardas –que le encantan a la condesa– dedicadas a ella. Como conoce también que es una antigua admiradora mía, no ha tenido reparo en pagarme sin discutir ni un céntimo de lo que le pedí por desplazarme hasta Hungría para interpretarlas… Pero vuelvo a perderme. Voy a lo que quería contarte. En una de mis conversaciones con el conde le hablé de tus descubrimientos y tu trabajo con las fuentes, y se quedó tan admirado que me hizo prometerle que te llevaría hasta su palacio para que transformes las de sus jardines, de modo que interpreten los temas musicales favoritos de la condesa. Está dispuesto a pagar muy generosamente.

Jacobo sintió una profunda alegría. Por primera vez en su vida, tantas horas de estudio y de trabajo quizás le reportaran algo de dinero. Ello le permitiría comenzar a amasar la fortuna con la que soñaba y poder presentarse dignamente ante el padre de Mencía para solicitar la mano de su hija.

–Muchas gracias, maestro. No sé cómo agradecérselo.

–Yo tampoco, aunque seguro que Giovanna encontrará la manera –contestó con una sonrisa que Jacobo no era capaz de discernir si era de hastío, de resignación o de tristeza–.

Farinelli intentó acomodarse recostándose sobre el cabecero, pero no lo conseguía. Con un gesto, mezcla de resignación y de disgusto, continuó:

–Pero no es solo esto, Jacobo. En esa charla el conde me hizo una confesión que creo que te puede interesar. Me contó que nada más conocer que a la condesa le quedaba poco tiempo de vida decidió que tenía que encontrar, al precio que fuera, el modo de mantener su presencia en aquel palacio, junto a él. En un principio, según me dijo, pensó en un retrato y rogó al director de no sé qué museo muy prestigioso en toda Europa, que encargara a quienes él considerara los tres mejores retratistas del mundo uno de la condesa; a cambio, se les ofrecería alojamiento en su palacio y un pago de cincuenta mil coronas por la obra. Se les advirtió además de que aquel cuyo retrato fuera capaz de inspirar en el conde la sensación de que el espíritu de su esposa seguía presente y su memoria viva se le ofrecería un pago adicional de otras trescientas veinte mil… Conociéndome, ya te imaginarás, Jacobo, que mí me faltó tiempo para hacer el cálculo de la equivalencia en oro de aquella cantidad: cien quilos… A esos pintores, por muy prestigiosos que fueran, se les debió de poner la codicia en pie de guerra pensando en la suculenta recompensa que recibirían si su obra fuera capaz de despertar en su cliente lo que pedía, porque me contó el conde que en poco tiempo los tres habían entregado sus trabajos. Según él, todos eran técnicamente perfectos, pero ninguno fue capaz de inspirarle esa sensación que buscaba, por lo que los pagó, aunque, muy desanimado, abandonó su idea.

Jacobo había seguido muy atento aquel relato, pero no comprendía a dónde quería llegar Farinelli, así que le inquirió:

–¿Qué interés puedo tener yo en lo que me estás contando? No soy pintor y…

–Eso ya lo sé –le interrumpió Farinelli–. Tus dibujos son magníficos, pero no pueden competir con los de esos pintores… Déjame que te explique y comprenderás por qué te estoy revelando aquella conversación, de la que me falta contarte el final, cuando el conde me dijo con tanto desaliento que me dio pena de él que en realidad su propósito estaba condenado al fracaso desde el principio porque un retrato es un recuerdo, como también lo son una joya o un libro, pero no un recuerdo vivo; que es lo que él –y respondo ahora tu pregunta– estaba buscando: su mirada, su voz…

–¿Mantener viva la mirada o la voz de su mujer cuando haya muerto? –preguntó Jacobo extrañado–.

–Exactamente. Y nada más oír esa referencia a la voz de su esposa me vino una idea a la cabeza y le planteé: “Conde, si hubiera alguien capaz de conseguir esa sensación de presencia viva de la condesa que usted persigue, ¿mantendría la misma recompensa que ha ofrecido a los pintores?”. No lo dudó ni un momento, me contestó: “No la misma, sino el doble, puesto que ya sé que ninguna obra humana puede conseguir lo que ando buscando… Es posible que en no mucho tiempo se consiga, porque he oído que en América alguien ha inventado un aparato capaz de reproducir una voz, aunque, según me cuentan, lo hace tan deficientemente que es difícil reconocerla. En cualquier caso, la condesa no vivirá para cuando ese invento se perfeccione”. De pronto se quedó en silencio, me miró y me preguntó si mi comentario era simple curiosidad o estaba pensando en algo. Noté su angustia y le respondí que le contestaría tan pronto volviera a casa, porque tenía que tratarlo con uno de mis alumnos… Por eso estamos teniendo esta conversación. Farinelli hizo una pausa y se quedó en silencio. Jacobo estaba expectante.

–Desde que mantuve esa conversación con el conde –continuó– no he dejado de pensar en que es una pena que tus fuentes puedan replicar solo música, no voces humanas. Si lo consiguieras podrías llegar a ser muy rico: seiscientas cincuenta y tantas mil coronas… ¡Doscientos quilos de oro!... Rico, no; riquísimo…Jacobo se quedó absorto durante unos segundos. Las palabras de Farinelli lo tenían desconcertado. Lo miró fijamente y contestó:

–Muchas gracias, maestro. Me tratas como a un hijo –pensó en Giovanna y vio que ese calificativo que se había dado a sí mismo podía parecerle a Farinelli un sarcasmo–. Si esta charla la hubiésemos mantenido hace un mes te diría que tu idea es irrealizable, pero durante estos días que has estado de viaje he conocido a un ingeniero que sostiene que es posible mantener en el futuro voces de hoy. Mañana mismo iré a hablar con Enrico de Peruggia.

Farinelli se levantó tan trabajosamente como se había sentado y se despidió.

Hasta que lo venció el sueño anduvo Jacobo dándole vueltas a las palabras de su maestro.

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