Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 2. Parte II)

Patrulla a caballo de la Guardia Civil a finales del siglo XIX. (Pintura de Augusto Ferrer-Dalmau)

Patrulla a caballo de la Guardia Civil a finales del siglo XIX. (Pintura de Augusto Ferrer-Dalmau)

Nada más dejar a Mencía en las cuadras se dirigió al palacio y tocó la campanilla de la entrada. Apareció una criada y el cochero le preguntó:

–¿Está tu amo? Necesito hablar con él.

–Mi amo y el tuyo, Serafín –respondió ella secamente–. Ahora se lo digo.

El marqués lo tuvo allí esperando casi una hora porque estaba merendando. Cuando terminó anduvo un rato entretenido en los manejos del afinador de fuentes de la casa, que trabajaba afanosamente en el jardín. Se acordó de pronto del aviso de la criada y la llamó para ordenarle:

–Que pase el cochero.

Ella se dirigió al zaguán, donde esperaba Serafín, y le dijo con guasa:

–Tu amo, que pases.

El cochero la miró irritado, aunque temblando de miedo, porque él, como el resto del servicio, sentía pánico del marqués. Su modo de tratar a sus empleados hacía que cuando cualquiera de ellos tuviera que despachar con él algún asunto, esa noche no durmiera tranquilo. Nunca se sabía si un despiste intrascendente o una mala explicación podía acabar en un despido fulminante.

–Con su permiso, señor marqués –dijo con voz temblorosa–.

–¿Qué es lo que tienes que decirme, Serafín? Abrevia que tengo que despachar varias cosas antes de volver a la bodega.

–Se trata de la señorita Mencía, señor marqués. De ella y de sus clases de música.El marqués se lo quedó mirando, extrañado.

–Desembucha –gritó enojado– ¿Qué le ocurre a la señorita con sus clases de música?

–Quería informarle de dos cosas, señor marqués. La primera es que desde hace tiempo no da las clases sola sino con el hijo de Anselmo, el afinador de fuentes. No es que el muchacho sea malo, señor marqués, pero a mí no me parece bien esa amistad de los dos, que no paran de decirse cosas al oído y de reírse mientras los llevo a la casa de él. A fin de cuentas, ella es su hija; el otro, hijo un empleado de usted.

Omitió el episodio del beso porque, en el último momento, tuvo la intuición de que era mejor callarlo.El marqués apretó el brazo de la silla. La ira no se le reflejaba en los ojos como a la mayoría de la gente, sino que se le agolpaba en la nariz, que empezaba a temblarle espasmódicamente, mientras se le sumía el labio superior.

Fue su padre quien primero advirtió –y tendría el marqués tres o cuatro años– que, con la ira, su cara se parecía la de un conejo royendo y toda la familia estuvo de acuerdo. Así que cuando lo veían a punto de estallar comentaban: “Se le está poniendo cara de conejo”. Pero no lo decían con intención cómica, sino alarmados por lo que se avecinaba. Y es que los accesos de cólera del marqués eran terribles.

–¿Y la segunda, Serafín? –dijo–.

–La otra es el profesor de música, señor marqués.

–¿Qué le pasa a don Julián? –preguntó intrigado–.

–Me ha dicho un amigo mío que es el que manda en la Federación de Trabajadores del Campo, que ya sabe usted cómo se las gastan. Esos anarquistas dicen que nos defienden a los trabajadores, pero son capaces de incendiar cosechas, de asaltar cortijos para robar pan o hasta de matar a otros trabajadores. Sin ir más lejos, acuérdese usted, señor marqués, de Núñez el del ventorrillo de la Viuda, que dicen ellos que lo ajusticiaron por trabajar a destajo y tijera, en lugar de a hoz, en la viña y después resulta que lo que ocurría era que tenía un problema de linde con ese Juan Galán que lo mató.

–Sí, es un problema tremendo el que están creando. Menos mal que está la Guardia Civil para perseguirlos –respondió el marqués–.

Le debió de parecer que el tono coloquial de su respuesta podría hacer pensar a su cochero que aquello era una charla amistosa y torció el gesto.

–Así que, según tú, don Julián es quien manda en la Federación. La verdad es que lo dudo, pero no voy a arriesgarme a poner en peligro a mi hija, no vaya a ser que la secuestren u otra cosa peor… Espero –siguió con tono serio– que tu informador te haya dicho la verdad; si no, tendrás que responder de lo que me acabas de contar. Puedes irte.

Iba ya a despedirse el cochero cuando oyó decir al marqués:

–Por cierto, Serafín, no se te ocurra repetir a nadie lo que me has contado.

–Descuide, señor marqués.

Se dio media vuelta y se marchó sonriente: “Ganarse la confianza del amo siempre es provechoso”, se iba diciendo.

También al marqués, como a su cochero, le pareció inadmisible la relación entre su hija y el hijo de uno de sus trabajadores, pero, después de pensar en ello durante un rato, llegó a la conclusión de que el aprovechamiento y el interés por el piano que había adquirido su hija últimamente merecían que hiciera la vista gorda. “El tiempo –se dijo– pondrá a cada uno en el sitio que le corresponde por su cuna”.

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