El afinador de fuentes (Capítulo 21. Parte II)
Lecturas contra el coronavirus
El marqués no sabía qué replicar. Se veía abocado a cumplir su palabra… Y después estaba lo de las trescientas mil pesetas. Había pasado sobradamente el plazo dentro del cual se había comprometido a devolverlas y no lo había hecho aún.
–Si tú lo ves así… Bueno… Hablaré con Mencía. Dame unos días.
–Me parece bien. Y ahora brindemos por nuestros hijos.
Levantaron sus copas y bebieron. Después de tomar un sorbo dijo el conde:
–Respecto de lo del préstamo que te hice, ¿Te han pagado ya tus distribuidores?
–Espero recibir el ingreso esta misma semana. A lo más tardar, a mediados de la que viene –respondió el marqués, nervioso–.
Después de tomar otras dos copas, el conde se levantó y se fue.
El marqués se quedó en su sillón. No sabía cómo decirle a Mencía que había comprometido con el conde que se casara con su hijo.
Después de visitar la viña, acababa Mencía de llegar a su despacho de la bodega, cuando el secretario de su padre entró para decirle que hiciera el favor de subir a hablar con él.
No le extrañó. Llevaba un tiempo ya aprendiendo cosas de la bodega y cada vez que surgía un problema su padre lo consultaba con ella, con el fin de que fuera enterándose de todos los entresijos del negocio.
–Buenos días, papá –dijo al entrar–.
–Haz el favor de pasar, Mencía. Y cierra, por favor, la puerta –respondió el padre en tono grave–.
El marqués permaneció un momento en silencio, simulando leer un documento. Al fin levantó la vista y miró a su hija.
–Mencía, tengo que decirte algo muy importante. Sobre todo, para ti.
Ella se lo quedó mirando con gesto impaciente.
–¿Para mí?
–Ya sabes que, desde que naciste, el conde de Henestrosa y yo acordamos que su hijo y tú os casaríais, uniendo así nuestros dos patrimonios y formando la bodega más importante del mundo.
–Ya –respondió ella–, pero siempre he dado por hecho que se trataba de una idea, una ilusión de dos bodegueros, pero no un compromiso formal de dos padres. ¿A dónde quieres llegar?
–Pues que hace un rato, en la misma silla en que tú te sientas ahora, estaba el conde y ambos comprometimos nuestra palabra de casaros a José y a ti.
A Mencía se le escaparon las lágrimas.
–¿Casarme yo con Pepito Etiqueta? Ni lo sueñes, papá.
El marqués no pudo evitar una sonrisa al oír a su hija dirigirse al hijo del conde con el apodo con el que todo el mundo lo conocía, aunque enseguida se repuso y siguió con el mismo tono grave:
–Di mi palabra, y ya sabes que…
–La diste sin consultarlo conmigo –lo interrumpió ella–. Soy mayor de edad y no puedes casarme contra mi voluntad, y ten por seguro que no la tendrás nunca. Sobre todo, cuando sabes que amo a otro hombre.
–Ese amor es un estúpido capricho tuyo. Jamás bendeciré esa relación.
–Padre –el marqués se sorprendió porque nunca le había llamado así–, si hace falta saltarme tu bendición lo haré. Ya sabes que siempre he respetado y cumplido tu voluntad, pero en lo que se refiere al matrimonio no lo haré. Prefiero quedarme soltera antes que verme casada con ese borracho de Pepito Etiqueta. ¿Te imaginas lo que sentiré mientras me besa y me acaricia sudoroso y apestando a alcohol?
El marqués sintió un escalofrío. También a él se le saltaron las lágrimas.
–Lo de mi palabra empeñada es una verdad a medias, Mencía. No es por eso por lo que he accedido a la propuesta del conde.
–¿Por qué entonces? –preguntó ella, desconcertada–.
El marqués dudó unos segundos. Después contestó:
–Estamos en una situación económica límite. La filoxera me ha dejado sin liquidez y le debo al conde trescientas mil pesetas, que no puedo pagarle. Le he dicho que estoy esperando a recibir un ingreso de nuestros distribuidores de Asia y América, pero es mentira. Me lo abonaron hace unos meses, pero tuve que pagar otras deudas con ese dinero. Además, los préstamos que me hizo el banco también están impagados… Nuestra situación es dramática. No sé si podremos salir adelante. Si el conde me reclama la deuda judicialmente, todo el mundo conocerá cuál es nuestra auténtica situación y se acabarán el crédito y los aplazamientos. Y no digamos las negociaciones: perderé toda fuerza para ajustar con los clientes precios y condiciones de pago… Nuestra ruina.
Mencía hundió la cabeza entre las manos. Lloraba igual que su padre. Al fin, se incorporó y dijo:
–Está bien, padre. Me casaré con el hijo del conde.
Al marqués le dolió tanto el tono resignado de su hija, como que lo volviera a llamarlo “padre”. Supo que algo se había roto entre ellos para siempre.
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