Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 5. Parte I)

Salina en la Bahía de Cádiz en el siglo XIX.

Salina en la Bahía de Cádiz en el siglo XIX.

Jacobo se despidió de sus padres con tristeza. El cochero apremiaba con mal humor desde el pescante:

–Venga, que es para hoy.

El barco salía al día siguiente por la tarde. El marqués –que no quería dejar ningún cabo suelto– había previsto que su cochero trasladara a Jacobo hasta la cercana población donde debía producirse el embarque. Había dispuesto que durmiera en ella esa noche, en casa de su amigo el conde de Caserta, quien lo conduciría, en persona, hasta el mismo barco. Tenía el encargo de no perderlo ni un momento de vista.

Y es que se temía el marqués que Jacobo hablara con su hija antes de partir, estropeando así su plan, que consistía en decirle que, ante el talento que había mostrado ante el piano el día de su cumpleaños, le había ofrecido que fuera a estudiar en el extranjero y que él había aceptado. Después le contaría que, aunque le había rogado que esperara unos días con el fin de que pudiera despedirse de ella, pues había surgido un asunto familiar en Madrid que no admitía demora, él no quiso retrasar ni un solo día su partida.

Llegaron al extenso palmeral que servía de linde entre la ciudad y el campo. Al cochero, pareció que la sangre se le hubiera vuelto cavilosa, porque dijo señalando a aquellos árboles:

–Escúchame bien, muchacho, que te voy a explicar una cosa importante: los hombres deberíamos fijarnos más en las palmeras, porque se parecen mucho a nosotros. Es verdad que cada una siente la querencia de tirar para un lado, pero, al final, todas terminan apuntando al cielo; hay algunas que se aclimatan enseguida al sitio en el que caen, pero otras no lo consiguen nunca; unas, le plantan cara hasta al picudo rojo, que es lo peor para ellas, pero otras se mueren nada más que de los orines de los perros y los gatos; las hay bien arregladas de cabeza, pero también las hay que son un sinfundio…

Hizo una pausa para rodear un charco y dijo:

–¡Y el caballo tonto ése, el de la derecha, pues no le dan miedo los charcos...! Por dónde iba en lo que te estaba diciendo… Ah, sí: un sinfundio, un disparate. Y podría seguir contándote parecidos hasta llegar a la Cochinchina, pero voy a abreviar para no cansarte: lo que nos diferencia a nosotros de las palmeras es que ellas se pasan en pie toda la vida, mientras que muchos hombres la pasan de rodillas.

Jacobo, sorprendido por las palabras del cochero, solo acertó a decir:

–Es verdad eso que usted dice.

–Pues ya lo sabes. Tú procura ser siempre palmera; no de esos que se pasan la vida arrodillados.Y Serafín se sumió en un silencio hondo, que solo rompió cuando, a lo lejos, el suelo pareció haberse vuelto blanco.

–Ya están ahí las salinas –dijo–.

El paisaje parecía como nevado, solo que la blancura no venía caída del cielo, sino que emanaba de la misma tierra. La evaporación del agua del mar, recogida en someros estanques construidos por el hombre, producía aquella albura deslumbrante, reflejo de la sal.

El cochero señaló a unos hombres de torsos oscuros y piernas metidas hasta las rodillas en agua y gritó entusiasmado:

–Están haciendo un despesque. Vamos a ver si nos convidan a unas lisas asadas.

Se desviaron del camino. Al ver que el coche de caballos se dirigía hacia donde ellos estaban, los hombres dejaron por un momento su faena.

–A la buena de Dios –saludó el cochero–. ¿Podemos ver el despesque?

–A la buena –respondió uno de ellos, que parecía el capataz, y que no estaba sumergido en el barro como los demás, sino trajinando con unos burros–. Mientras no me entretengan ustedes a los hombres… Salvo que sea para ofrecerles tabaco o un vaso de vino, claro.

Serafín se rió. Bajó del coche, se fue a la trasera y volvió con una botella de vino en cada mano.

–Qué suerte que el marqués, mi jefe, siempre lleva un par de botellas de su mejor vino en el coche... Cualquiera lo aguanta cuando las eche de menos. Me va a echar una bronca de no te menees, pero yo, como el que oye llover. Le diré que se rompieron al coger un bache. Ya estoy acostumbrado a su guasa… Eso sí, tabaco no tengo.

–Qué le vamos a hacer –contestó el hombre con una sonrisa–. Esperen ustedes a que terminemos la faena que llevamos entre manos y nos asamos unas lisas. Y para echarlas para abajo, el vino de su marqués. Los hombres siguieron con lo suyo. Sumergidos en el limo negro, sacaban la red temblorosa de peces, como una bola de plata hirviente.

Desde hace miles de años se viene repitiendo esta faena. La pesca consiste en sacar los peces del mar; la despesca, en sacar el mar de los peces.

Al rato, ya habían encendido unas brasas con ramas de sapina. Al cochero parecía habérsele ido toda la prisa por llegar a Cádiz y la preocupación porque le cogiera la noche antes de haber vuelto a la viña.Empezó a contar chistes chabacanos a los salineros y riéndose tan villanamente como ellos. Aquellos peces pasaban en un momento del frescor del agua al calor del fuego y saltaban de dolor al sentir el rescoldo en sus escamas. Jacobo se estremeció al verlo.

Sin embargo, cuando dio el primer bocado a la lisa asada que le pusieron en la mano creyó que el mar le había llegado al paladar: aquella carne blanda sabía a sal, a marea, a verdad.

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