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Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 1. Parte II)

Una clase de piano.

Una clase de piano.

Tiempo atrás, los pueblos se unían por los caminos del deseo: trochas y veredas abiertas solo para que los campesinos regresaran a sus casas. Por aquel entonces, a nadie le importaba la longitud de un camino sino adónde llevaba. Ahora, sin embargo, los caminos se habían convertido en una simple variable más de un precio. “¡Qué tiempo nos ha tocado vivir!”, se dolió.

La casa de don Julián estaba situada a la salida del pueblo, tras el puente que cruzaba el río, y delante del molino. Era de ladrillo visto y tenía un emparrado en su fachada principal sostenido por tres columnas de piedra y finas vigas de madera.

Al llegar a la entrada Carmen se compuso la ropa, repasó la del niño, le alisó el pelo con la mano y tiró de la campañilla. Dentro se oían los acordes de un piano y una voz chillona de hombre:

–No, no y no. No basta con saber las teclas que hay que pulsar. Esta composición tiene alma y quiero sentirla.

Unos segundos después se abrió la puerta y apareció la mujer del profesor de música. Carmen, que nunca la había visto tan de cerca, se dijo “Es más joven que su marido. No tendrá ni treinta años”.

–Buenos días, señora –dijo–. Vengo a ver a don Julián. Quiero saber si le podría dar clases a mi hijo.La esposa de don Julián desvió su mirada de aquella mujer tan guapa y la fijó en el niño. Tenía el mismo color de ojos que su madre, de un raro azul índigo; la pequeña nariz apuntaba ya recta; su boca, era grande; los labios, carnosos. Su madre rozó la cabeza del niño y le dijo:

–Saluda a esta señora, Jacobo.

El niño miró hacia arriba y dijo sonriendo.

–Hola.

Ella se quedó admirada de la belleza de aquel niño. Con su saludo había sonreído y se le había formado un hoyuelo mínimo en cada mejilla.

–Me llamo Catalina… doña Catalina –rectificó–, pero pase, por favor. Tendrá que esperar un ratito porque don Julián está dando clase –y engoló la voz mientras se componía un rizo que le caía sobre la frente– a la hija del señor marqués de San Juan de Aliaga. Pasen y siéntense aquí. Yo tengo que seguir vigilando las faenas de la casa. El servicio de hoy no es como el de antes: en cuanto una deja de vigilar a las criadas empiezan con las fullerías, y yo no soporto las fullerías.

Se dio media vuelta y se perdió por una puerta. Llevaba puesta en la cara una sonrisa. “Esa mujer –se decía– no parece adinerada, pero una clase más para Julián significa más ingresos… A ver si pronto me puedo comprar uno de esos sofás chesterton, tan elegantes. Incluso con sus dos butacas”.

Mientras tanto, sentados en el sofá, el niño y su madre no dejaban de oír las quejas y reprimendas que don Julián dirigía a su alumna, cuya voz apenas se escuchaba. El niño se estremecía pegándose a su madre cada vez que sonaba una de aquellas voces chillonas.

Al cabo de un largo rato se oyó un trote de caballos. Sonó el chasquido de un látigo y una voz que gritaba “So”. Se abrió la puerta del saloncito en el que don Julián impartía sus clases y salió una niña.

Sus mejillas resplandecían de rojo y se la veía angustiada. Carmen sintió un estremecimiento y se dijo: “Si así de severo se muestra con la hija del marqués, ¿qué no va a exigir a mi hijo?”.

Don Julián –después de despedir a la niña con un “Hasta pasado mañana”– la miró y dijo con su voz estridente:

–¿En qué puedo servirla, señora?

Carmen empezó a contarle que quería que enseñara música a su hijo y don Julián la interrumpió advirtiéndole:

–Tengo muchos alumnos y solo puedo aceptar a aquellos que tengan cierto talento para la música. Pase que le voy a hacer una prueba al niño.

Se sentó ante el piano y empezó a desgranar una breve melodía. Cuando terminó dijo al niño:

–Tararea lo que acabo de tocar.

El niño lo hizo sin confundir una sola nota. Don Julián inició entonces una melodía más compleja y larga. El niño volvió a repetirla completa y sin equivocación alguna.

–Es sorprendente, señora –dijo dirigiéndose a Carmen–. Su hijo tiene un extraordinario talento musical. Voy a tocar un tema de Paganini que a mí me parece uno de los más difíciles de interpretar a piano. Se trata de uno de sus Grandes Estudios Trascendentales. Schumann decía de ellos que solo eran accesibles para los diez mejores pianistas del mundo... A ver lo que el niño es capaz de repetir.

Los dedos de don Julián empezaron a desplazarse sobre las teclas a una velocidad extraordinaria. Se extendían sus manos hasta casi lo inimaginable. Cuando levantó los dedos del teclado sudaba y tenía un gesto de fatiga. Miró al niño y dijo jadeando:

–Vuelve a tararear lo que recuerdes de esta música.

El niño empezó a repetir con absoluta fidelidad lo que acababa de oír. Segundos después le interrumpió don Julián:

–Vale, vale. No hace falta que sigas.

Se dirigió después a la madre:

–Nunca he visto una cosa igual en mi vida, señora. Creo que estamos ante un genio de la música. No sé cómo serían Mozart o Beethoven con su edad, pero… Por supuesto que le enseñaré todo lo que sé, aunque pienso que no tardará mucho tiempo en necesitar un maestro con más conocimientos musicales que yo. Que venga mañana mismo.

Carmen sonrió mirando al niño, pero enseguida su sonrisa se torció en un gesto de preocupación:

–Y cuánto me costarán las clases, don Julián. Nosotros no somos gente de dinero. Mi marido es el afinador de fuentes del señor marqués y no gana mucho.

–Señora, le he mencionado a Mozart y a Beethoven. ¿Se imagina usted que sus madres se hubieran presentado ante mí para pedirme que enseñara música a sus hijos y yo los hubiera rechazado por no poder pagarme las clases? No se preocupe. Ya fijaremos más adelante mis honorarios.

Le ofreció la mano, que ella estrechó. Después se agachó y le dio un beso casi reverencial al niño. Al levantarse trastabilló y estuvo a punto de caerse. El niño se rio y su risa sonó prolongada, cadenciosa, ondulante, como la superficie de un estanque en el que cae una piedrecita. Sonaba como una campanilla.Don Julián se quedó sorprendido de aquella risa y lo primero que se le vino a la cabeza es que tenía tal musicalidad que podía haberla recogido en un pentagrama.

Cuando se cerró la puerta detrás de ellos, Carmen oyó a don Julián exclamar entusiasmado:

–Catalina, Catalina. Ese niño tiene talento como para llegar a ser un genio de la música, pero ¿y su risa? ¿la has oído? Se reía de mí y en lugar de enfadarme me ha alegrado el día. He hecho bien en decirle a su madre que quiero ser su profesor, aunque me pague solo lo que pueda.

Carmen se sintió satisfecha. Después de unos segundos oyó decir a la mujer de don Julián:

–¿Te has vuelto loco? ¡Lo que quieran pagarte! Así como vamos a comprar alguna vez el sofá chesterton.Carmen sonrió y siguió el camino de vuelta a casa. Apretaba tanto la mano del niño que él la miraba extrañado.

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