Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 2. Parte I)

Un coche de caballos del siglo XIX.

Un coche de caballos del siglo XIX.

Don Julián debía de tener más conocimientos de música de lo que había insinuado aquel día, porque Jacobo estuvo recibiendo clases hasta llegar a la adolescencia.

En aquella habitación aprendió lo que eran las notas, el pentagrama, los compases, la clave, los sostenidos, las corcheas…

Don Julián se asombraba de la facilidad con que, desde el primer día, su alumno no solo aprendía las composiciones que él le indicaba, sino la velocidad con la que perfeccionaba su técnica musical: el pulso, el ritmo, los acentos, el compás…

Además, la risa del niño seguía alegrándole el día cada vez que soltaba una carcajada.

Así transcurrieron unos pocos años. Durante ese tiempo Jacobo había aprendido mucho. Lo hacía además con un entusiasmo que contrastaba con el desinterés que seguía mostrando Mencía, la hija del marqués. Se le ocurrió entonces a don Julián hacer coincidir las clases de ambos, pensando que quizás a la niña se le contagiara algo de la aplicación de Jacobo.

Al día siguiente, antes de que Mencía empezara su clase, le dijo:

–Mencía, ¿te importaría compartir tus clases con otro alumno?

Ella primero dudó, pero después pensó que compartir sus clases con alguien haría que se notara menos el poco empeño que ponía en las tareas que le encomendaba el maestro y respondió:

–Me parece bien, don Julián.

Al día siguiente recibieron su primera clase juntos. Cuando ella llegó ya estaba allí Jacobo. Los presentó don Julián. El niño se quedó mirando aquella nariz curvada, judía, y la boca de labios finos que decía: “Encantada”; ella, los ojos azul índigo y los hoyuelos de las mejillas de aquel muchacho de su misma edad que le sonreía. Por segunda vez, Jacobo descubrió cómo se pintaban de colorado las de su nueva compañera.

Junto con las clases de don Julián, Jacobo aprendía el oficio de su padre, y lo hacía con la misma rapidez y poniendo el mismo afán que con la música.

Aprendió a conducir el agua por gravedad; a calcular el flujo de corriente, teniendo en cuenta los sobreflujos que pudieran producir las tormentas; a construir sistemas cerrados y las técnicas para reducir la evaporación; a realizar los filtros que aseguraran la claridad del agua…

Su padre le insistía en que una fuente no es solo un medio de almacenar agua –para eso, según decía, ya estaban los pozos y las albercas–, sino una verdadera obra de arte capaz de llenar de belleza el jardín peor concebido o la plaza menos armónica.

Jacobo se sorprendía de la meticulosidad y paciencia con que su padre diseñaba la taza, el frontal o los caños de cada una de las fuentes que construía en las extensas tierras del marqués, que quería que en cada paisaje se construyera una que pusiera musicalidad a la belleza de las vistas, aumentándola.

Pero el amor de su padre por las fuentes no se limitaba a su belleza, sino que hablaba a menudo a Jacobo de la “Fuente Sellada” con que llama el esposo a la sulamita en el Cantar de los Cantares o de los sufíes persas, que veían en ellas una metáfora del paraíso, ya que en su agua se copiaba el cielo estrellado.

Este sentido de lo espiritual, tan acendrado en el padre de Jacobo, le llevaba a darle más importancia al sonido que a la arquitectura de una fuente. Mantenía que el rumor de una fuente podía excitar la sed del caminante, dar sosiego al extenuado o alegrar el corazón del triste. De ahí que pusiera gran empeño en que su hijo aprendiera a crear el sonido que puede influir en cada estado del cuerpo y el corazón de los hombres.

El talento de Jacobo para la música le hacía seguir con aprovechamiento las lecciones de su padre. Pronto fue capaz de discernir cuándo un fallo de ejecución o el deterioro de los materiales empleados en la construcción de una fuente no cumplían, o habían dejado de cumplir, con su función de replicar la melodía que le dio su afinador y, lo que era más importante, cómo restaurar ese defecto, haciendo que el agua volviera a reproducirla. En esto consistía el trabajo de un afinador de fuentes.

En poco tiempo, la inteligencia viva de Jacobo había absorbido gran parte del saber de su padre, que no dejaba de presumir de él ante el resto de los afinadores de la comarca, aunque estos dudaban diciéndose que seguramente el amor de padre influía mucho en el juicio que sobre el talento de aquel joven hacía el bueno de Anselmo.

Entretanto, don Julián se felicitaba de su idea de hacer compartir las clases de la hija del marqués con aquel aventajado alumno.

Ya en la segunda clase constató don Julián, asombrado, que Mencía había ensayado la composición en su casa.

Cuando durante la clase la niña tenía dudas sobre la interpretación de alguna composición no miraba al maestro sino a su compañero, que enseguida se colocaba junto a ella para indicarle cómo debía tocarla. Don Julián sonreía entonces satisfecho. Se sentía tan orgulloso de su don para la enseñanza como de la capacidad de aprendizaje de su alumno.

Esta relación entre ambos compañeros trascendía a la clase y seguía fuera de ella. Cuando llegaba el coche de caballos a recoger a Mencía, dejaban antes a Jacobo en su casa. En los asientos traseros los dos jóvenes reían recordando las cosas y los enfados de don Julián. Ella con su risa breve y contenida de niña educada; él, con la suya irrefrenable de campanilla, ajena a todo protocolo.

Desde su asiento, el cochero les oía cuchichear y reír, y pensaba que una relación tan estrecha entre la hija de su señor y la de un empleado no estaba bien.

Aquel cochero ignoraba que no había maldad en ese roce, sino que eran tan jóvenes los dos que sus manos no apretaban aún esa moneda fatal que el mundo pone el día menos pensado en nuestras manos, decidiendo que ya nos hemos hecho adultos… Qué hubiera pensado entonces de haber sabido que el abedul que crecía junto al puente sangraba todavía del abrazo de las iniciales de sus nombres.

Una tarde, al despedirse de Jacobo, Mencía le besó los labios torpemente. Él se bajó del coche como en éxtasis, quedándose clavado en el umbral de su casa mientras veía alejarse el coche, sintiéndose arder por dentro con aquellas brasas vivas que eran sus labios.

También el cochero había visto el gesto de Mencía y decidió que era su deber contárselo al marqués.

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