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Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 9)

Un obrero en una fábrica metalúrgica.

Un obrero en una fábrica metalúrgica.

Jacobo se despertó temprano, a pesar de que las clases empezaban a media mañana, ya que Farinelli se levantaba muy tarde. “Entre que me despierto, me baño y me visto necesito al menos tres horas. Los gordos somos lentos y los muy gordos, muy lentos”, decía antes de soltar una de sus risotadas.

Jacobo quería empezar cuanto antes la conversión en instrumentos musicales de las fuentes de la casa del maestro, porque quería demostrarle el hondo agradecimiento que sentía por él. Decidió empezar por la del patio porticado. Se dirigió hacia ella provisto de un cuaderno y allí estuvo durante un largo rato tomando notas en las que reflejó todas las medidas de la espléndida taza de mármol, así como la disposición de cada uno de los surtidores.

Cuando terminó, se dirigió a su habitación para diseñar los cambios que habría que hacer en ella. Durante casi tres horas dibujó pistones, biseles, lengüetas, dobles lengüetas y los tubos rectos, cónicos y prismáticos que permitirían que sonaran a instrumento de embocadura, de lengüeta o de boquilla, según el gusto del intérprete. Lo más complejo fue el diseño de los tres pistones que tenía que colocar a la salida de la bomba hidráulica. El primero, debía permitir rebajar el sonido del agua al salir en un tono; el segundo, en un semitono; el tercero, en tono y medio.

Aquel anillo estaba concebido para funcionar como cualquier otro instrumento de viento, aunque lo que vibraría en su interior no sería una columna de aire, sino de agua. La bomba hidráulica se encargaría de mantener la presión del líquido dentro del ingenio, cumpliendo la misma función que los soplidos del instrumentista.

No necesitó mucho tiempo para el diseño del anillo de aluminio. Dispuso exactamente el lugar que tenía que ocupar cada orificio, que ordenó en dos filas paralelas. No le resultó complicado porque llevaba mucho tiempo experimentando. Había repetido aquellos mismos dibujos decenas de veces en su casa, comentándolos con su padre, que no podía evitar sentir admiración por la dimensión inédita y prodigiosa que le estaba dando Jacobo a su oficio.

En ese momento sonó la puerta y apareció un muchacho de su misma edad.

–Me llamo Giacomo –se presentó–. Soy el ayudante del jardinero. Me ha pedido el maestro que te acompañe hasta la fábrica de don Danilo Ferretti.

Jacobo le tendió la mano y contestó:

–Yo me llamo Jacobo. Dentro de unos minutos empiezo mi clase con el maestro. ¿Puedes pasar a recogerme esta tarde a las cuatro?

Giacomo asintió con la cabeza y se dio media vuelta.

Cuando el maestro entró en el aula, él estaba ya allí. Al pasar por su lado le frotó la cabeza y el resto de alumnos lo miraron con extrañeza, porque raramente Farinelli se mostraba afectuoso con un discípulo. Los alumnos almorzaron todos juntos. Tras el postre, Jacobo se retiró a su habitación con el propósito de dormir un rato la siesta.

Tomó el pequeño libro de Horacio que le había regalado el conde de Caserta antes de embarcarse a Italia y cuando llevaba leídos unos capítulos empezó a vencerle el sueño.

Le despertaron unos golpes en la puerta. Consultó su reloj: las cuatro en punto.

Abrió y tras la puerta asomó la cara sonriente de Giacomo. Jacobo recogió los dibujos que había realizado por la mañana y se dirigieron a la fábrica de metalurgia de Ferretti, una de las pocas que había entonces en Roma.

No era muy grande. En todo flotaba un aire denso y tres altas chimeneas no cesaban de expeler un humo oscuro.

Preguntó por Ferretti y un muchacho les pidió que lo siguieran. Entraron en un despacho, situado sobre una plataforma levantada en una de las naves, de la que se aislaba por paredes acristaladas.

Salió a saludarles un hombre sonriente diciendo “Danilo Ferretti” a la vez que alargaba la mano a Jacobo. Él la estrechó y comenzó a explicarle el encargo que quería hacerle. Cuando Ferretti escuchó pronunciar “aluminio” y “Farinelli” se le iluminó la cara. Resultaba muy extraño que alguien hiciera encargos de ese material porque era muy caro, ya que resultaba escaso y su producción exigía un alto gasto en electricidad. Era tan raro que los objetos de aluminio tenían tanto o más valor que los de oro o plata. Incluso durante la Exposición Universal de 1855 se expusieron barras de aluminio junto a las joyas de la corona de Francia, y hasta el mismo emperador, Napoleón III, había ordenado a sus orfebres que fabricaran una vajilla de aluminio para ser usada en las comidas de Estado.

Ferretti tardó unos pocos días en construir el ingenio de aluminio, en forma circular, y las demás piezas diseñadas por Jacobo, estas elaboradas de cobre y latón. Mandó un emisario a casa de Farinelli para advertir que a la mañana siguiente se realizaría la entrega.Esa noche Jacobo la pasó muy inquieto. Apenas salió el sol se aseó y se vistió, aunque había quedado en verse en el patio con Giacomo a las diez. Durante ese tiempo estuvo releyendo todas las notas que, sobre sus experimentos, llevaba años escribiendo.

Cuando llegó, ya estaban allí Giacomo y un hombre anciano, que se presentó como el jardinero de la casa. Al poco se oyó en la calle un ruido de cascos y de metales y llamaron a la puerta. Allí apareció Ferretti junto con varios de sus obreros, que cargaban el anillo, dividido en cuatro arcos. Los unieron con abrazaderas y ajustaron aquel círculo brillante al interior de la fuente.

Jacobo se dirigió al fondo del huerto, donde estaba situado el estanque que abastecía de agua a la fuente, y después a la bomba hidráulica que la impulsaba hasta la taza.

Los manipuló durante un rato y volvió al patio. Se introdujo en la taza y comenzó a tocar y mover aquel artefacto plateado, introduciendo aquí una lengüeta, ahí un pistón, allí una espiral… Había optado por el sonido de la trompeta, que le parecía más idóneo para la pieza musical que iba a interpretar. Afinó la fuente en si bemol.

Al cabo de dos horas le pidió a Giacomo que se dirigiera a la huerta y abriera la válvula que liberaba el agua. Un momento después empezó a salir por los surtidores con un murmullo ronco.

Dentro de la fuente, Jacobo, empapado, comenzó a manipular los orificios de su ingenio: tapaba varios con la yema de sus dedos y después los iba dejando libres uno a uno, para tapar a continuación otros distintos; los volvía a levantar para cubrir otros…

Enseguida el agua fue adquiriendo un sonido armónico y, poco después, cromático. Al tapar un surtidor los demás temblaban produciendo vibraciones melódicas.

–¡Suena como una trompeta!¡Es un milagro! –gritó Giacomo, alucinado–.

Jacobo asintió sonriendo. No había allí ningún milagro, sino pura ciencia: su ingenio funcionaba del mismo modo que una trompeta, solo que en vez servirse de aire lo hacía con agua.

Jacobo empezó a reír sonoramente y su risa viva se esparció por todo el patio.

Se escuchó una voz desde la galería en la que el maestro daba sus clases:–¡En la fuente está sonando la Hornpipe!

El resto de los alumnos comenzaron a salir en tropel del aula aplaudiendo entusiasmados.Al lado de la fuente, Jacobo, de pie y chorreando, seguía derramando esa risa suya de felicidad regalada.Arriba, desde un balcón, Giovanna lo miraba fijamente. El agua ceñía la ropa a la piel del muchacho y desvelaba los músculos largos y definidos de los hombros, los brazos, el vientre, los muslos… Pensó que aquel cuerpo no era de músico, sino de campesino rudo y salvaje. Sus ojos fueron resbalando por aquella figura húmeda con la blandura de un perfume hasta que quedaron fijos allí donde ella quiso.

Pero no solo ella se asomaba a un balcón. Justo en el de enfrente, mirando a Giovanna desde detrás de la cortina con la misma fijeza con que ella contemplaba a Jacobo, estaba su marido, atónito, no tanto de que no sintiera celos de aquel muchacho objeto del deseo de su mujer, como de la súbita erección que le estaba deparando advertirlo. Después de muchos años, descubrió que también sus ansias seguían vivas, intactas y con vigor adolescente, a pesar de que los médicos le hubieran diagnosticado impotencia a causa de su obesidad. Notaba entera la pujanza de su hombría y le pareció que, más que rival, aquel alumno era un remedio milagroso para su quebranto.

Rebosante de excitación se dirigió hacia el dormitorio de su mujer, pero cuando fue a girar el pomo descubrió que el prodigio de su bajo vientre se había disipado. Desalentado y con los gruesos y flácidos hombros vencidos volvió a su cuarto.

Se dijo que no perdería ni un momento de vista a Giovanna.

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